ESENCIA
Juzgar y condenar
“Somos compañeros en el prekínder existencial que es la vida”
Vivimos en un mundo acostumbrado a hacer juicios, a hablar de todo aquel que dé papaya, a señalar con el dedo acusador lo que a nuestro comprender –a veces solo al entender– nos parece inadecuado y, por ello, no solo juzgable sino condenable. Tal vez esa práctica generalizada se deba a nuestras creencias, a ese dios castigador que Cristo quiso que soltáramos, pero que las iglesias nos siguen vendiendo: “vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos”, habrá un juicio final. Caer en los juicios es muy fácil, pues es algo que hemos aprendido desde la infancia y que se replica en todas las esferas en las que nos movemos.
Independientemente de que seamos jurisconsultos o no, esa idea del juicio final nos avala para condenar, aunque claramente vaya en contravía del mandamiento más importante, el del amor. Éste se nos olvida cuando estamos heridos o nos sentimos vulnerados.
Es comprensible que juzguemos, hace parte de nuestra historia y tenemos derecho a compartir nuestros puntos de vista. Hablo aquí del juicio que lleva implícita una condena, de la opinión alejada del amor en la que nos ensañamos con el error del otro, o al menos con lo que consideramos lo es. Se nos olvida allí que todos nos equivocamos, que errar hace parte del proceso vital de aprender, que sin ello no evolucionaríamos. Entonces juzgamos y nos sentimos una talla más grande que el juzgado, le miramos desde arriba, le restregamos su equivocación y proferimos nuestro dictamen: “uy, es que la embarró muy feo; yo no lo hubiera hecho; ojalá que le quiten el puesto, se lo merecía”. Nos alejamos de toda compasión y dejamos de aprovechar la falta para aquello que existe: para reflexionar, transformarse.
Por supuesto que es preciso asumir las equivocaciones: es una tarea individual a la que todos estamos llamados y que nos impele a afrontar la responsabilidad por nuestros actos. Eso requiere, evidentemente, mayor esfuerzo que el juzgar. Nadie es infalible, ningún ser humano tiene la existencia resuelta. Es cuando estamos en el fondo del abismo cuando nos acordamos de la compasión, pues es muy probable que aquellos a quienes juzgamos sean en ese momento nuestros jueces.
Recordemos que somos compañeros en este prekínder existencial que es la vida como la conocemos, en esta aula diminuta que es la Tierra. A los cuatro años, la maestra de prekínder fue amorosa y compasiva, también para poner límites –o al menos eso quisiéramos ahora para nuestros niños–. Reconozcamos, como esa maestra, que cada quien hace lo que puede con la información que tiene; algunos son un poco más aventajados, no mucho más. Aquí y ahora, en últimas, todos somos aprendices.
@edoxvargas