EDUARDO VARGAS | El Nuevo Siglo
Domingo, 30 de Septiembre de 2012

Perder el foco

La naturaleza de los niños pequeños, que están descubriendo el mundo, aprendiendo a cada instante, es ser dispersos.  Su atención cambia de escenario fácilmente, pues cada estímulo nuevo es una oportunidad para apropiarse de su aquí y ahora.  Si no existiera la dispersión no habría aprendizaje.  Poco a poco los niños van logrando enfocarse en hacer una sola cosa a la vez, en períodos de tiempo más prolongados, lo que les permite adquirir centro en la experiencia vital.  El enfoque se constituye entonces en un factor de evolución, que nos permite paulatinamente ubicarnos en el lugar que nos corresponde.

 

Identificar el foco de acción en la vida y mantenerse en él pude representar para muchas personas un gran reto.  Si bien hay tipos de personas que pueden conservar la atención en un propósito identificado con anterioridad, hay otros en los que la dispersión es el pan de cada día.  Por lo general son personas que necesitan mucho estímulo, pues la posibilidad de tener una vida monótona es simplemente aterradora.  Estos estímulos pueden ir desde probar una gran cantidad de dulces para darle azúcar a la vida, como lo pregonaba Celia Cruz a todo pulmón, hasta una colección de “arrocitos en bajo”, una apuesta de elección múltiple de pareja o de parejas múltiples.  Allí, o en la infinita gama de grises que se da en el medio, la dispersión es un mecanismo inconsciente para defenderse del dolor: la falsa creencia es que resulta mejor saltar de placer en placer para evadir el dolor connatural a la existencia, que afrontarlo, atravesarlo, para finalmente superarlo.

 

Sin embargo, los ritmos naturales de la vida no desaparecen con el maquillaje.  Tarde o temprano, y preferiblemente temprano, es necesario alcanzar un grado tal de concentración que permita resolver tanto la cotidianidad, como la carrera de la vida.  Podemos buscar el amor de brazo en brazo, pero hasta que no tengamos foco en nosotros mismos no aparecerá;  podemos picar aquí y allá en la búsqueda de un oficio, pero hasta que no conectemos de manera integral el cuerpo, las emociones, el pensamiento y el espíritu, no hallaremos nuestra misión existencial.  Podemos cantar fragmentos de miles de canciones, pero hasta que no contactemos nuestra propia música, la del alma, no habrá canto que haga más llevadera la vida.

 

La dispersión no sólo es en temas estructurales; también aparece en la cotidianidad: cuando olvidamos lo que íbamos a hacer, cuando no recordamos algo que nos dijeron y que nos removió hasta el tuétano de los huesos; cuando de manera automática hacemos o decimos las cosas sin darnos cuenta.  El reto que le propongo hoy es ganar foco, para que cada momento vital esté pleno de sentido.