El Partido Conservador padece del síndrome de la división vertical. Las diferencias de opinión, que en otras colectividades no pasan de escarceos, dan lugar entre los azules a descalificaciones que marcan distancias difíciles de salvar. En las décadas finales del siglo XX, esa tendencia dio un viraje gracias a los esfuerzos por la unidad de los últimos grandes: Misael Pastrana y Álvaro Gómez Hurtado. La unión facilitó la victoria de Belisario Betancur y contribuyó, posteriormente, a la de Andrés Pastrana. Dada la categoría intelectual y política de los jefes, sus voces concitaban adhesión y admiración en la ciudadanía. Había vigor ideológico, fuerza popular, ideas, propuestas, programas. Había un respetable y respetado posicionamiento de la actitud conservadora.
Ahora, cuando la nieve del invierno encoge a la colectividad, se había practicado entre los coroneles una pragmática unión horizontal que, si bien empezó a mostrar sus grietas en la campaña Santos II, no auguraba que las divergencias sobre los Acuerdos de La Habana despertaran tanta beligerancia y acrimonia entre los orientadores del Partido. Recordemos que los gobiernos Betancur y Pastrana Arango son ejemplos en la búsqueda de la paz y soportaron las dificultades propias de ese noble propósito. Tales antecedentes deberían conducir a comprender la tesonera tarea adelantada por el Presidente Santos y a respaldar con hidalguía el logro histórico del fin del conflicto armado con las Farc. Estamos ante la coyuntura, única en décadas, de una paz negociada que nos había sido especialmente esquiva. Las directivas y la bancada del Partido Conservador así lo han captado y están actuando con responsabilidad y patriotismo.
El aporte Conservador al Sí está signado por el deseo general de paz. Es un mandato que, por su origen y jerarquía, debe ser acatado por la colectividad toda. Es necesario asumir la dimensión del acontecimiento trascendental que estamos viviendo. En torno a esa decisión es posible la unidad o, por lo menos, un pacto interno de tolerancia que deje atrás la pugnacidad y las desconsideraciones. Como todos aceptaremos el veredicto de las urnas, resulta insensato abrir heridas y tirar puertas a pocos días del debate plebiscitario.
A partir de la vigencia plena de los Acuerdos de Paz el debate político será más arduo. Las crisis recurrentes del capitalismo y el desastre del socialismo exigirán nuevas respuestas a las crecientes expectativas de unas masas con presencia informada en el escenario democrático. Lo que toca es modernizar la organización partidista, renovar la comunicación con la opinión y aprestar ideológica y programáticamente al Conservatismo para consolidar su presencia en el discurrir del presente siglo.
Por eso, y con el pensamiento puesto en la juventud, resulta inviable la propuesta del No en el plebiscito. Sería atarnos a un pasado de violencia, cuando superarlo es obligación con las nuevas generaciones que aspiran a luchar en paz por su propio futuro. Un No a los acuerdos de La Habana sería una paradoja trágica: El día en que las Farc dejan las armas y declaran la paz, el pueblo colombiano, en las urnas, les declara la guerra para siempre. Afortunadamente, los pueblos son superiores a sus dirigentes.