Pensar la política internacional significa, ante todo, establecer la conexión entre lo interno y lo externo.
Colombia eligió en el 2018 un proyecto de derecha que a las pocas semanas se diluyó, para trasladarse al “centro”.
Al no tomar partido para evitarse rechazos y gozar de la ilusión del consenso, el gobierno empezó a titubear tanto en materia de seguridad y defensa como en relaciones exteriores.
A nivel interno, eso facilitó que las Farc-Ep se refundaran y prosiguieran su tradicional senda destructiva, convirtiendo al partido ‘Comunes’ en las verdaderas disidencias.
Asimismo, propició el surgimiento de un poderoso movimiento contestatario y violento, haciendo del conflicto urbano un escenario intermitente y dosificado, pero de alta intensidad.
En consecuencia, la política exterior no podía ser sino el correlato de tales escenarios domésticos: descalificado en materia de riesgo, en desinversión acelerada y con una Alianza del Pacífico, otrora esplendorosa, ahora estancada, ensimismada.
Así, el gobierno logra liberar al país de la Unasur, pero crea una Prosur que no pasó de ser un enroque burocrático, muy similar al que se ha dado en el gabinete ministerial con el intercambio de carteras.
Propulsa el Grupo de Lima pero, con las insulsas reuniones mensuales y los erráticos comunicados, la iniciativa se agota en sí misma y se marchita, a tal punto que Pedro Castillo se convierte en el mejor reflejo del fiasco.
Reconoce a Juan Guaidó para convertirlo en el símbolo del reformismo liberal contra la troika Managua-La Habana-Caracas, pero el experimento no pasa de ser una monumental burocracia paralela que legitima al régimen de Maduro sirviéndole como referente de democracia artificial.
Animado por Trump, emprende la aventura del Cucutazo bajo la figura de la Responsabilidad de Proteger, pero la timidez puede más y, atrapado por los fantasmas de Bahía Cochinos, termina repotenciando a la dictadura y perfeccionando la alianza Caracas – Teherán – Moscú.
Desconcertado por el flujo migratorio desde Venezuela, termina amparando a los refugiados aún a sabiendas de que el modelo es humanitariamente loable pero económicamente insostenible.
Impulsado por Biden para que Maduro asuma responsablemente las nuevas negociaciones en México con Guaidó, pide que la dictadura sea calificada como promotora del terrorismo, aunque ya se sabe con certeza cuánto puede importarle eso a Díaz-Canel, Daniel Ortega o Diosdado Cabello.
Refugiado en Palacio durante los momentos álgidos de lo que hasta ahora ha sido la pandemia, se limitó a sospechar que el Socialismo del Siglo XXI sería incapaz de enfrentar el vendaval y que el virus, por sí mismo, transformaría la realidad del vecindario.
En resumen, no tuvo más remedio que dedicarse a superar la brecha que lo mantiene alejado de su propio movimiento político, tratando de amortiguar un poco lo que será el desastre electoral del 2022: el desastre de un gobierno sin sucesor, sin legado y sin partido.
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