Mirar al vecino
LOS estadistas saben cuándo llegar y cuando irse. No se atornillan al poder, piensan en su pueblo, no se ensordecen cuando las circunstancias políticas, económicas y sociales les dicen que es hora de marcharse. Y se van. O, mejor dicho, entran con dignidad y grandeza a la historia.
Lo contrario es montar un espectáculo de concupiscencia con el poder por el poder mismo, en donde los mandatarios se aferran con pies y manos a un espejismo de autoridad, cuyas costosas consecuencias termina pagando el pueblo que tuvo la mala fortuna de elegirlos y tolerarlos.
El caso de Venezuela, que vemos en vivo y en directo por la televisión, es un ejemplo del fracaso de una propuesta política que llegó tarde y sucumbió muy pronto, dejando al “socialismo del siglo veintiuno” sepultado entre las ruinas de un país próspero pero pésimamente gobernado.
Las promesas de renovación y progreso que formulara Hugo Chávez al posesionarse de la presidencia, con la mano puesta sobre “esta moribunda Constitución,” no estuvieron ni siquiera cerca de cumplirse en algún momento.
Los partidos políticos quedaron vueltos añicos, pagando así sus repetidas equivocaciones. El sistema electoral se politizó y aun así no fue capaz de tapar los fraudes. Las instituciones fueron víctimas de una campaña de demolición sistemática. Los opositores encarcelados; la oposición triunfante en las elecciones; la credibilidad de la rama judicial por el suelo; la Asamblea Nacional con mayoría de adversarios; la opinión internacional dudosa entre los amigos cada vez más tibios y los subsidiados durante años con petróleo barato y cuantiosos auxilios dispuestos a seguir ahí, todos los días más callados, hasta recibir el ultimo subsidio… y Cuba mirando hacia los Estados Unidos.
La descripción del desastre político y el desmoronamiento institucional podría continuar hasta el infinito si la crisis económica no hubiera colocado las finanzas públicas en bancarrota, desbaratado el aparato productivo, desocupado los estantes de los almacenes y llevado la escasez a extremos desesperantes, envueltos en una inflación que se desbordó.
Y para colmo de males comienzan a llegar las armas y equipos que se compraron alocadamente, cuando subía y subía el precio el petróleo y ahora hay que comenzar a pagar cuando los precios bajaron. Además, mientras desembarcan los primeros pedidos, es inevitable la pregunta ¿Usar tanto armamento sofisticado contra quién? ¿Para debilitar a quién? ¿Para ayudar a consolidar a quién?
A los colombianos les basta mirar lo que ocurre en la vecindad para tomar unas precauciones elementales. A nadie en su sano juicio se le ocurrirá seguir los pasos, ni en política ni en economía, que causaron la crisis del vecino. Lo sensato es hacer todo lo contrario: robustecer las instituciones en cambio de meterle al país unas reformas constitucionales por la puerta de atrás; mantener la austeridad fiscal; controlar la inflación; acabar con la pugnacidad política que no se sabe hasta dónde llevará al país si se inflama con más odios personales; volver la búsqueda de la paz un estimulante para que los colombianos se reconcilien y no un garrote para golpear a los que quieren la paz pero difieren del exceso de concesiones en La Habana, como el llamado “acuerdo especial” que en la práctica, significa darle categoría de tratado internacional a lo que se convenga con la guerrilla, haciendo caso omiso de la opinión del pueblo.
Sería una locura jugar con pólvora mientras se incendia la casa del lado.