INDICES DE VIOLENCIA
Menos armas, menos muertos
Por Diana Sofía Giraldo
EN medio de la avalancha de malas noticias, la disminución de los homicidios es un buen dato. Para un país en donde se perdió el respeto por el sagrado derecho a la vida, la tasa de 26.3 por cien mil habitantes alivia la escalada que, durante muchos años, convirtió la violencia en la principal causa de muerte de los adultos, por encima de las enfermedades más letales.
Por el camino que íbamos, la muerte natural se estaba convirtiendo en un privilegio. Los colombianos no se morían, los mataban.
La cifra sigue siendo muy alta pero, de todas maneras, algo bueno significa que sea la menor tasa de los pasados treinta y cinco años.
Parte sustancial de esa mejoría se debe a una severa restricción del porte de armas. Y es lógico. Pelea sin armas termina en riña y lesiones personales. Pelea con revólver al cinto termina con muerto. En efecto, los casos de lesiones personales aumentan de 82.239 a 84.727, si nos atenemos a los registros oficiales, pues bien sabemos que esas lesiones dejan de denunciarse en una buena proporción.
Tampoco es halagador el resumen de otras formas delincuenciales que amenazan la seguridad ciudadana. El hurto callejero sigue creciendo, al igual que el de comercios y residencias. El ciudadano camina por calles peligrosas, monta en bus sin saber si al bajarse conservará todavía su cartera y tiene que escoger entre agarrarse del pasamano o proteger el teléfono celular. Y cuando llega a su casa tampoco está seguro de encontrarla intacta.
Son los delitos más difíciles de cuantificar porque tampoco los denuncian. Al ladrón no lo capturan y, si lo hacen, en pocos días volverá a la calle, después de un breve curso de actualización en la cárcel.
La clara relación entre cantidad de armas y homicidios obliga a meditar, con el máximo detenimiento, sobre el desarme que se pactará forzosamente en La Habana. Porque no tiene sentido una simple tregua con amplias concesiones a una guerrilla que siga armada. Bien sea con los fusiles en la mano, pidiéndoles que no las disparen, o con su abundante arsenal guardado en el closet, encaletado o entregado para que lo guarden países que, durante largas décadas, han sido refugio de sus miembros o inspiradores e impulsores directos de la violencia en Colombia.
Las restricciones en la posesión y el porte de armas por los particulares pueden producir resultados saludables, como los que refleja esta baja en la tasa de homicidios. Es una sana política que debe continuar. Pero no puede restringirse a los ciudadanos comunes y corrientes mientras se desmoviliza una guerrilla armada. Es un punto clave para no terminar desarmando a la población obligada a comprobar su buena conducta, para solicitar permiso para portar un arma y dejarles las que ya tienen los grupos que las usan precisamente contra esa población.
Sería como decretar un desarme para todos, menos para los grupos guerrilleros. Por eso hay que definir nítidamente, sin ningún resquicio, por donde puedan colarse malas interpretaciones, qué se entiende por “dejación de las armas”.