¿Dónde están las mujeres?
Las opiniones expresadas por Jody Williams y Shirin Ebadi en Cartagena volvieron a agitar el tema de la participación femenina en La Habana. Las dos, distinguidas con sendos premios Nobel de Paz, plantearon la necesidad de una presencia activa de las mujeres en la mesa de negociaciones. Tienen toda la razón y les sobra.
Eso, por supuesto, lo saben los colombianos, hombres y mujeres, niños y niñas, como está de moda decir en estos tiempos. Lo saben las mujeres, ocasionalmente invitadas a la galería para que vean cómo los hombres discuten su suerte. Y también lo saben muy bien los hombres. Lo saben pero no las nombran.
Y el país entero es consciente de la situación pero no actúa. La considera un reflejo de la vida diaria, que los alegatos encendidos de las feministas más beligerantes y los reclamos ponderados de las moderadas, logran modificar muy poco y a cuentagotas.
En el caso de las conversaciones de paz las observaciones iniciales giraron alrededor de otros temas. La ausencia de víctimas, por ejemplo. Fue necesario que los reflectores mediáticos dejaran de concentrarse en los victimarios y se enfocaran también en las victimas, para que el país se estremeciera con los episodios de barbarie que profundizaron las degradación del conflicto. Quizá por el espanto que produjeron, la sociedad colombiana no pudo apartar de ellos la vista y solo ahora vuelve a considerar los temas que se quedaron relegados a un segundo plano.
Al visibilizar las víctimas fue evidente la mayoría de mujeres. Allí están madres, hermanas, hijas, esposas, compañeras, que llevan la carga de los seres amados, muertos, heridos, desplazados, desaparecidos, despojados de sus bienes y casi también de la esperanza. Es una población agobiada por el estrés postraumático que deja la violencia victimizante.
Todas estas son consideraciones obvias, que hasta el más desinformado colombiano identifica como uno de los mayores y más perdurables males de la insensatez de los actos violentos, padecidos directamente o presenciados en el entorno de cada familia.
Si se hubiera reparado la falta de representación de las víctimas en la mesa de La Habana, habría sido más que evidente la presencia de mujeres en los primeros niveles de los contactos. Probablemente habría podido formarse una representación de víctimas con la ostensible presencia femenina, sin necesidad de exigir una cuota de género, pues la representación adecuada, tanto de la sociedad colombiana como de las víctimas, era más que suficiente para justificar la participación de la mujer.
No tendría que hablarse ahora de cuotas porcentuales, ni del diez por ciento ni del cincuenta. No habría una aritmética de la igualdad sino el reconocimiento de las realidades. Y Shirin y Jody, como ya les dicen confianzudamente en Cartagena no habrían preguntado a propósito del proceso de paz ¿dónde están las mujeres? Las verían en los hogares, trabajando en las parcelas, en las fábricas, en las oficinas, en los almacenes, orando ante las tumbas de sus muertos, estudiando en escuelas, colegios y universidades, superando el terror en las zonas de conflicto más agudas. Y, obviamente, en la mesa de negociaciones.