Lecciones amargas
El asesinato de los niños de Florencia no debe quedar como un caso más en la ya larga historia de los crímenes atroces, sin más efecto que el horror pasajero de una sociedad que un día se conmueve al máximo y al siguiente olvida por completo.
Si convertimos la indignación inicial en una decisión firme de ir más allá de las lamentaciones y aplicar la justicia con todo rigor, daremos un paso definitivo para hacer realidad el sueño de tener una pronta y cumplida justicia. Los clamores dejarán de ser reacción de la mañana que se apaga por la tarde y se concretarán en acciones serias, ejemplares, continuadas y enérgicas para sentar una base fundamental de la paz: la justicia. Sin justicia no hay paz.
Por lo pronto, el episodio deja una serie de lecciones amargas pero útiles.
Para empezar, sí se puede esclarecer un crimen. Las investigaciones son rápidas y eficaces cuando hay un claro propósito de que así sean. En pocos días es posible identificar a los autores materiales y a los intelectuales, así estén escondidos en las entrañas más oscuras del bajo mundo.
Localizados los delincuentes, sí se puede capturarlos de inmediato, sin muchas complicaciones y sin darles tiempo para fabricar coartadas, ocultarse o alejarse sin dejar rastros. Sí se puede despertar la solidaridad de las comunidades, eliminar sus temores de denunciar y lograr una plena colaboración con la justicia, que les impida a los delincuentes moverse a su gusto, aprovechando el silencio de la gente, temerosa de hablar o indiferente ante las desgracias el vecino.
Sí se puede prevenir a la comunidad sobre los peligros específicos de no contar con una justicia eficaz, y de mantener un sistema sancionatorio lleno de agujeros de impunidad, que ni castiga efectivamente, ni resocializa a los detenidos para devolverlos a la sociedad como elementos sanos, ni desalienta a los delincuentes nuevos y mucho menos a los curtidos.
Perdido entre las noticias de estos días corrió el rumor de la salida de un violador en serie, que abandonaría la cárcel por pena cumplida. Los escasos minutos que transcurrieron entre su divulgación y la rectificación, resultaron más que suficientes para alarmar al público. Fue una forma impactante de visualizar los peligros de la impunidad. Menos mal que el rumor resultó infundado y el violador sigue preso. Entre tanto, la interminable lista de los que ya salieron o nunca entraron a prisión, se va conociendo a medida que cometen nuevos crímenes.
Con muy buenas intenciones se anuncian proyectos de ley que aumentan las penas. Inclusive se habla de la cadena perpetua. Por supuesto, los autores de delitos atroces la tienen bien merecida. Pero para aplicarla es necesario primero identificarlos y capturarlos, después juzgarlos y condenarlos y no permitirles que se escapen de nuestras congestionadas cárceles, ni que salgan por la puerta principal, aprovechando las grietas de la legislación penal. Son unas tareas que exigen convicción, respaldo de la sociedad y perseverancia, para que la indignación por cada delito no sea un fogonazo pasajero. ¿Cuándo nos decidimos a cumplirlas en serio?
Por lo pronto, ya descubrimos una forma de aumentar la eficacia de la lucha contra el crimen: la presión mediática.