¿Predicando con el ejemplo?
La campaña política que padecemos dejó de ser una competencia democrática para convertirse en una guerra sucia, que tiene de todo menos de democracia.
Esa confrontación en donde todo vale aplasta la credibilidad y entorpece la tarea de gobernar del ganador y las esperanzas de progreso del país. Hasta el más ingenuo de los electores se pregunta qué podemos esperar cuando a este escenario se le agreguen las Farc como parte del elenco principal.
La agresividad de las campañas políticas se acelera a medida que se acercan las elecciones y, por la velocidad que lleva, amenaza incendiar el país con una virulencia que no se veía desde mediados del siglo pasado.
Por fortuna, las pasiones políticas no tienen el ardor de otros años y la proliferación de partidos permite desfogar mejor la intoxicación de vicios que se volvió mal común en vísperas electorales. Pero es deplorable ver cómo lo que debía ser una cátedra de convivencia para demostrar cómo es posible disentir sin agredir al adversario, y defender las ideas propias sin condenar al fuego eterno a quienes no las comparten, se convierte en una especie de caldera de odios que envenenan al país hasta extremos que creíamos desterrados para siempre.
El planteamiento elemental de “vote por mí que soy mejor” se volvió “no vote por él que es muy malo” y saltó a “no vote por él que es el peor”. Ahora entramos a “no vote por él que es un peligro público” y a la agresión directa: “No vote por él que es un delincuente”.
Los métodos empleados se degradan y los delitos imputados se agrandan ante el asombro de un país donde la competencia por regirlo no deja honra sana. ¿Qué imagen de sus gobernantes se están formado los colombianos? Y si esto ocurre en los altos niveles de la política, entre los más esclarecidos dirigentes ¿qué podemos esperar de ahí para abajo?
Si se usan verbos incendiarios las llamas brotan en cualquier momento. Solo se necesita una chispa, una sola, por insignificante que sea, para extender la conflagración. Si arriba se insultan abajo se matan. Y Dios nos libre de caer en ese horror, donde la paz no consistirá en el sosiego de los espíritus y la voluntad de coexistir sino en el cambio de motivo por el cual se desata la violencia. Porque con la exageración de los ataques solo se logrará una de dos cosas: o se creen las acusaciones y se pasa de las palabras irresponsables a los hechos violentos; o no se creen y la opinión pública queda convencida de que todo vale porque el fin justifica los medios.
Y si algunos juzgan que no todo lo lanzado al aire es cierto, la situación tampoco mejora. Los ciudadanos pensarán que están gobernados por dirigentes medio malos o por mentirosos a medias. ¿Obedecerán sus órdenes?
Paremos ya, antes de rodar por ese despeñadero hacia el descrédito absoluto de una clase política que no merece los calificativos que los ciudadanos comunes y corrientes comienzan a colgarles, de tanto oírselos intercambiar a los mismos que después tienen que cargar con ellos. O rectificamos ya o preparémonos para la noche que llega, ennegrecida por los malos ejemplos.