La mujer del año
El Gobierno presentó ante el Congreso un proyecto de ley que traza la línea entre protestas sociales y motines desenfrenados. Ya era hora.
Los desmanes cometidos con el pretexto de un paro agrario colmaron la paciencia. Por largos años los colombianos soportamos unas formas absurdas de protesta. Llegó el momento de decir “no más”. Hasta aquí aguantamos los atropellos. El país comenzó tolerando pequeños abusos y terminó admitiendo que se ataquen los derechos de la gente pacífica, con el pretexto de manifestarse públicamente.
Esa tolerancia se tomó como autorización para que unas ínfimas minorías pisotearan los derechos de las inmensas mayorías. Y al amparo de la debilidad prosperaron los desafueros, incitados por unos cuantos agitadores, para quienes la combinación de todas las formas de lucha, inspirada por Lenin, se concretaba en las pedreas, con cocteles molotov al granel y papas explosivas incluidas.
Protesta se convirtió en sinónimo de desórdenes y, con la audacia que da la impunidad, aumentaron los abusos. No solo más piedra, más papas y más cocteles sino bloqueos de carreteras, roturas de vitrinas, retención de ambulancias, saqueos y el embadurnamiento generalizado de paredes y monumentos, para perpetuar un mensaje insolente de desprecio por el resto de la sociedad.
Los condescendientes de otras épocas los llamaron retozos democráticos. Los organizadores de estos desórdenes los califican de comienzos de la revolución. Más de cuarenta millones de colombianos los consideran agresiones contra la comunidad. Los redactores de códigos y leyes penales los llaman motín, asonada, daño en propiedad ajena, hurto, robo, lesiones personales o intento de homicidio y, a veces, homicidio sin atenuantes.
Pero la pasividad ante estos episodios se convirtió en resignación. Las víctimas llegaron a pensar que sus derechos no existían, que cuando una turba avanzaba con sus mochilas llenas de piedra no quedaba más defensa que bajar las rejas, trancar la puerta y encerrarse a rezar.
Esta vez se agotó la paciencia. Las imágenes de unos encapuchados que incendiaban carros, apedreaban comercios, asaltaban policías y convertían las calles en un territorio sin Dios ni ley, desataron unas reacciones tan justas como inesperadas. La conciencia de la gente se despertó. Ciudadanos comunes y corrientes decidieron defender a unos policías que, fieles a las órdenes, permanecían quietos tras sus escudos de plástico, para que después no los acusaran de violar el “derecho” de los manifestantes a cometer toda clase de tropelías. ¡Los ciudadanos hacen barreras humanas para proteger a su policía! Ese fue el mensaje espontáneo para decir que los supuestos derechos de los vándalos no están por encima de los verdaderos derechos de los ciudadanos de bien.
Las propuestas legislativas del Gobierno responden a ese clamor, que siempre ha estado ahí pero solo ahora se expresa. Las leyes están vigentes, solo hay que desempolvarlas para aplicarlas, y los aumentos de pena propuestos dicen eso de manera inequívoca y comprensible.
La imagen de un ama de casa, de pie, con los brazos abiertos para detener a los encapuchados que intentaban linchar policías, es más elocuente que millones de palabras sobre los buenos ciudadanos. Habla con el ejemplo. La propongo formalmente como la mujer del año.