DIANA SOFÍA GIRALDO | El Nuevo Siglo
Viernes, 30 de Agosto de 2013

En río revuelto…

 

Ganancia de pescadores. Este dicho retrata de pies a cabeza la situación de Colombia hoy.

Hace unos años,  meses antes de las elecciones que llevaron a Juan Manuel Santos a la Presidencia, un analista de un gobierno extranjero me pidió definirle al candidato en tres palabras. “Nada lo ata” le respondí. Me refería a su excesivo pragmatismo.

Ese pragmatismo que resultó maravilloso para que decidera impulsar y sacar adelante la ley de víctimas. Pragmatismo que desconcertó cuando decidió abandonar las banderas de la seguridad democrática que lo llevaron al triunfo, para convertirse en el mejor amigo de su hasta entonces mayor antagonista ideológico, Hugo Chávez, y a sentarse a la mesa a dialogar con las Farc, a quienes perseguía, de manera implacable, calificándolos como terroristas. El mismo pragmatismo que hoy le está pasando cuenta de cobro personal en el mantenimiento de la estabilidad del país. 

Seguro de su capacidad de maniobra, abrió al mismo tiempo todas las compuertas de los problemas represados en Colombia, provocando una inundación que nos está dejando a todos con el agua al cuello y que termina favoreciendo los intereses de pescadores propios y foráneos. A las Farc, por ejemplo, a las cuales  el mal manejo de este desbordamiento social, les puede dar  el anhelado aval como voceros legítimos de las desigualdades y las injusticias sociales, lavando su imagen de violadores de derechos humanos.

En el plano internacional, empezó por extender un cheque en blanco, un voto de confianza sin restricciones, a países que no se habían caracterizado precisamente por ser buenos amigos de Colombia, como Venezuela y Cuba, y que ahora forman parte del mismo tejido de desestabilización en torno del proceso de paz. Porque no se pueden considerar hechos aislados las pretensiones, cada vez más voraces, de Nicaragua sobre territorio  colombiano, ni el drama armado por el presidente Maduro en Venezuela sobre el riesgo que corre su vida a manos de sicarios que obedecen a intereses colombianos. Parece más bien la preparación de un terreno propicio para, si es necesario, arrinconar a Colombia en el tire y afloje del proceso de paz.

El Presidente se equivoca al atar el proceso de paz a la campaña por su propia reelección. Lo hace vulnerable, susceptible a la presión y a los intentos de  chantaje. Ha quedado expuesto a la capacidad de movilización del interlocutor de turno, a quien intenta ganar con soluciones inmediatistas. Cree, ingenuamente, que atribuyendo a sus antecesores el origen de las injusticias y presentándose como el defensor de los más débiles, queda libre de responsabilidad frente al país, por el desbordamiento que él mismo ha estimulado con el mal manejo dado a la crisis social.

No basta con que los paperos, los arroceros, los cafeteros, los transportadores tengan razón. La tienen de sobra. Pero en medio de sus justas pretensiones también marchan los interesados en desatar la violencia. ¿A quién se la van a atribuir? Pues a la fuerza pública. 

¿Puede, entonces, el Presidente presentarse  como el gran demócrata que estimula y justifica la protesta social, desconociendo a los violentos infiltrados en las marchas? ¡Por Dios! Que alguien le hable al oído. ¿Qué habrán sentido los  policías que están hoy en las calles? ¿Las víctimas de los saqueos? ¿Las de pillajes y bloqueos?