El consumidor desprotegido
La mayoría de las veces, el consumidor que acaba de comprar es la imagen viva del desamparo.
Es una tradición que viene de muy atrás. Frente al mostrador donde le vendían algo, el comprador quedaba si protección tan pronto entregaba su dinero y recibía un artículo. Y si milagrosamente conservaba alguna defensa se le terminaba del todo al salir por la puerta del establecimiento.
Lo curioso es que todos somos consumidores, en mayor o menor grado, y todos pasamos por las mismas experiencias, incluidos los que desconocen los derechos del consumidor. Pagan los que hacen como vendedores cuando pasan al otro lado y se convierten en consumidores, para recibir una buena dosis de la medicina que les suministran a sus clientes.
Seríamos injustos si no reconociéramos que se progresa en la defensa del consumidor, pero quisiéramos que fuera a mayor velocidad. Se respetan más sus derechos. Cada día el vendedor es más consciente de su obligación de atender el negocio con pulcritud, reconocer las fallas y admitir que la verdadera materia prima de su actividad productiva es el cliente que le compra.
Aunque de mala gana al principio es indudable la mejoría en la atención a los reclamos y más clara la responsabilidad de ofrecer artículos de buena calidad. Para llegar a este punto ha sido necesario recorrer un largo camino. En los Estados Unidos, por ejemplo, no fueron fáciles la tarea de Ralph Nader y sus resonantes batallas en defensa del consumidor. Hasta que un estamento empresarial inteligente comprendió, con el estado de pérdidas y ganancias en la mano, que el mejor negocio era cultivar su fuente de utilidades: el consumidor que hace fila para comprar, con dinero en el bolsillo y esperanzas de ser bien tratado y de obtener una buena calidad por lo que paga.
Aquí poco a poco se va entrando por el buen camino, y la tarea de Ariel Armel y la Confederación Colombiana de Consumidores ha sido muy valiosa en el rescate de ese derecho fundamental del ciudadano común y corriente. Tenemos leyes de protección y, aunque no sean perfectas y no se cumplan en su totalidad, los adelantos son muy notables. El consumidor comienza a sentir que se reconocen sus derechos y que no está indefenso cuando se trata de exigirlos.
Con las normas recientemente dictadas ya sabe que puede reclamar y hay un plazo para que se respondan sus quejas, y que si el artículo que compró sale defectuoso también reclama y deben reparárselo en 30 días o cambiárselo en otros treinta.
Los productos, por sencillos que sean, tienen cada vez más garantías y, para sorpresa de los incrédulos, estas funcionan cuando se decide a exigirlas. Las reparaciones e indemnizaciones que periódicamente obligan a hacer miles y centenares de miles de sustituciones forzadas de vehículos, por ejemplo, son un recuerdo permanente de la iniciación de lo que pudiera llamarse la era del consumidor.
El reciente decreto reglamentario de las garantías para el consumidor es un buen paso, que les conviene por igual a vendedores y consumidores.
La figura del consumidor desprotegido comienza a ser cosa del pasado. Y eso es bueno para todos los ciudadanos, estén atrás o delante del mostrador.