La norma más violada del mundo
En Colombia tenemos el campeonato mundial de normas violadas. La deshonrosa distinción se la ganan las disposiciones sobre publicidad exterior aplicables en la carrera quince de Bogotá. Una revisión de esta congestionada vía concluyó que de los 250 establecimientos revisados, solo 3 cumplían con los requisitos establecidos por las autoridades distritales.
Esta situación que avergonzaría a cualquier ciudad de un país, civilizado o salvaje, demuestra que solo cumple el 1.2 por ciento de los negocios y que el resto, el 98.2 por ciento, son violadores contumaces de los reglamentos urbanos. Cuando alguien camina por esta carrera está flanqueado por 247 violadores, que tienen su falta exhibida a la vista del público, como un orgulloso testimonio de la facilidad para violar las disposiciones legales a plena luz del día.
Esto ocurre en el corazón de la capital de la República, que alguna vez fue llamada la Atenas Suramericana, un calificativo por fortuna olvidado, para que como dicen los cachacos no “se nos caiga la cara de vergüenza” ante casos como éste.
Una infracción masiva de estas proporciones no tiene explicación válida. O la disposición es absurda, y entonces la monstruosidad es mantenerla vigente para que la pisoteen, o tiene su razón de ser y la megaviolación demuestra una falta de respeto total por las normas de convivencia, un menosprecio absoluto por la autoridad y el quebrantamiento diario de las reglas que nos diferencian de los cavernícolas sin que a nadie le importe.
Semejante conducta demuestra, además, la incapacidad de las autoridades para ejercer sus funciones más elementales. Si las disposiciones sobre publicidad exterior permiten ese grado de irrespeto, sin que pase nada distinto de un cierto asombro al registrar que apenas el uno por ciento se molesta en cumplirlas, imaginemos lo que ocurrirá con el resto de las normas distritales, y ni pensemos cuál será la conducta de los funcionarios encargados de aplicarlas.
No se sabe qué es peor si el deliberado incumplimiento de los ciudadanos o la incapacidad de las autoridades para mantener un mínimo de orden. Si ni siquiera pueden garantizar la vigencia de reglas tan elementales como las que regulan la publicidad exterior ¿cómo pedirles que gobiernen una metrópoli de seis y medio millones de habitantes?
Agreguémosle a esta vergüenza las consecuencias desmoralizantes para la disciplina social y la comprobación de que las leyes se violan en público con la más complaciente impunidad. Y cuando todos los 250 establecimientos violen la disposición, a algún gobernante populista se le ocurrirá que es mejor suprimirla. Quedará aplastada por tan colosal incumplimiento.
Los ciudadanos recibirán, entonces, una lección inequívoca: la manera más eficaz de derogar las leyes es, sencillamente, no cumplirlas.
¿Qué esperanza de progreso civilizado le queda a una ciudad donde esto ocurre?
Y se decía que Colombia es un país de leyes. Probablemente sí lo fue, tal vez sí lo es y quizás lo siga siendo. Pero un país de leyes que no se cumplen. O se cumplen el uno punto dos por ciento…