¿La vida no vale nada?
La comparación de dos infortunadas noticias, conocidas simultáneamente, comprueba la degradación del sagrado derecho a la vida que infecta nuestra sociedad. Las reacciones ante los crímenes cometidos en Londres y en Chitagá, muestran la insensibilización de los colombianos frente a una violencia que se volvió endémica.
En el distrito de Woolwich, al sur de Londres, un soldado británico fue ferozmente atacado por desconocidos, que gritaban “Alá es grande” mientras intentaban arrancarle la cabeza. En el video filmado en la calle, uno de los asaltantes, con un cuchillo ensangrentado en las manos también cubiertas de sangre, dice que es “el ojo por ojo y el diente por diente” y protesta contra el Gobierno: “la única razón por la que hemos hecho esto es porque hay muchos musulmanes muriendo cada día”.
La reacción general es inmediata. El país entero repudia el crimen y se conmueve al registrarlo como otro más en la cadena de actos terroristas que azota la capital inglesa.
El primer ministro, David Cameron, regresa enseguida de París, en donde se encontraba en misión oficial. “Es el crimen más espantoso”, dice al enterarse.
La proverbial frialdad de los ingleses desaparece ante la magnitud de lo sucedido en Woolwich. La policía despliega sus recursos en persecución de los culpables. El Parlamento pide cuentas al Gobierno. Cameron reúne el comité de emergencias. El país entero se estremece ante este asesinato.
El contraste con lo sucedido en Norte de Santander es dramático.
En Chitagá, un ataque guerrillero, atribuido al Eln, mata diez soldados y deja cinco más heridos, uno de los cuales relata: “algunos compañeros murieron instantáneamente, los que quedamos vivos nos hicimos los muertos, pero a algunos heridos los patearon para ver si estaban vivos y los remataron porque gritaban de dolor”.
La noticia se difunde como cualquier otra dentro de la rutina informativa. No hay preguntas. Nadie cuestiona nada. La opinión pública no se conmueve. Las entidades que llevan cuentas suman las cifras correspondientes en las columnas de muertos y heridos. Si acaso alguien pide los datos, le informan el nuevo acumulado y se alistan para anotar los números que vendrán en los próximos días.
El Presidente califica de héroes a los soldados y dice en un twitter que ordenó perseguir a los responsables.
¿Hay protestas, manifestaciones de solidaridad, reclamos colectivos o individuales? No. Los colombianos siguen impasibles. La pérdida de vidas resbala sobre la conciencia encallecida por los largos años de violencia. Como si no comprendieran la importancia de garantizar el sagrado derecho a vivir, miran estos acontecimientos sin ver su gravedad.
En La Habana continúan las conversaciones con las Farc. En Cali se formaliza una alianza internacional con otros países costeros de la cuenca del Océano Pacífico. En los estadios siguen jugando los partidos finales del campeonato de fútbol.
Solo los familiares lloran a sus muertos. El resto de los colombianos ya se insensibilizó, hasta el punto de comportarse como si la depreciación del derecho a la vida fuera una condición inalterable de estos tiempos y, por consiguiente, debe aceptarse con resignación.
¿Qué hacer para que en la vida vuelva a tener valor en Colombia? ¿Los actos de esta clase se volvieron un recurso para mejorar la posición, cuando llegue el momento de las negociaciones?