Papas calientes
La papa está en el centro del plato de comida básica de la inmensa mayoría de colombianos. Y allí sigue a pesar de los intentos de desplazarla por parte de chefs que cocinan pensando en los paladares franceses, dietistas que estudian en libros escritos para habitantes del polo norte, modelos con estómagos anoréxicos y jovencitas que cuidan más la cintura de avispa que su salud.
Atrincherada entre murallas de arroz continúa firme en la dieta y el corazón de millones de colombianos, mientras su nombre coloniza otros significados, como cuando decimos folclóricamente que alguien es “buena papa”.
Por eso preocupa al máximo lo sucedido en el paro de sus cultivadores, que siempre fueron “buenas papas”, ejemplos de trabajo duro, capaces de resistir los altibajos del mercado sin protestar, soportar el asedio de los especuladores y sobrevivir a las competencias de adentro y de afuera.
Es el segundo paro de agricultores en el año y sus desarrollos son idénticos a los que vimos en el cafetero. Los reclamos son los mismos: los precios no alcanzan para cubrir los costos y ponen al productor ante la disyuntiva de abandonar el cultivo o de arruinarse cosecha tras cosecha. Como no se afrontan con decisión desde el primer momento, lo que debe tratarse como uno de los temas centrales de la política agropecuaria se convierte en un problema social de repercusiones incalculables y, enseguida, en un nuevo episodio de violencia pública.
Como ya no hay paro pacífico, ni reclamo colectivo que salga a la calle y no explote, vienen las pedreas, los bloqueos de carreteras, enfrentamientos con la policía, quemas de llantas que milagrosamente no incendian las viviendas, gases lacrimógenos y, por supuesto, las “papas explosivas”, que fueron el aporte de la tecnología revoltosa criolla para emular a los cocteles molotov en las peleas callejeras con la fuerza pública.
Pero el problema es mucho más grave y más de fondo que el desbalance entre pecios y costos de los productos agrícolas. La demora en atender situaciones injustas permiten que se agraven. Y cuando se agigantan, tampoco las consideran. Hasta que estallan y se vuelven reclamos armados o que amenazan armarse. Entonces sí se recurre a toda clase de concesiones para apagar las llamaradas de un conflicto de orden público.
Cuando al fin los gobiernos se deciden a actuar, los reclamos iniciales han crecido, las protestas corren desbordadas, la inconformidad de un principio se transformó en ira y, sea cual fuere la solución, se acumula un resentimiento subterráneo como combustible para futuras explosiones.
Queda, además, un claro mensaje: las solicitudes, por razonables que sean, no se atienden sino cuando son violentas y mayor atención solo se logra con mayor violencia. El país piensa que las causas justas no se reconocen por justas sino por violentas, de manera que no importa tener razón sino ejercer violencia. Y de ahí a usar la violencia sin razón no hay sino un paso. Un muy pequeño paso.
Esa es la cruel conclusión de los paros y de su manejo en estos meses. Y por no saber el Gobierno cómo manejar las “papas calientes”, hasta los más pacientes ciudadanos se cansan de ser “buenas papas”.