El panorama de insatisfacción que se vive en las democracias de Occidente es producto de la incapacidad o debilidad de los países que profesan este sistema de responder en forma adecuada a las demandas sociales y de reducir los amplios niveles de desigualdad, que se han ido profundizando.
A este respecto, el politólogo norteamericano Michael J. Sandel sostiene en su libro La tiranía del mérito que ni siquiera el estallido de desigualdad es la fuente principal de lo que él llama la ira populista. Dice que los estadounidenses toleran desde hace mucho tiempo desigualdades de renta y riqueza, convencidos de que sin importar el punto de partida de una persona en la vida, se podrá llegar muy alto desde la nada. Agrega que la fe en la posibilidad de movilidad ascendente es un elemento central del sueño americano. Es la creencia histórica de que la movilidad es la respuesta estadounidense a la desigualdad. Y la respuesta a este fenómeno ha sido invocar la necesidad de aplicar una mayor igualdad de oportunidades. Pero esa forma de ascenso ya suena vacía en la coyuntura actual, y ahora resulta más fácil ascender en Canadá, Alemania, Dinamarca y otros países europeos.
Del mismo modo, este autor sostiene que “el 70 por ciento de los estadounidenses creen que el pobre puede salir por si solo de la pobreza, cuando solo el 35 por ciento de los europeos piensan así. Esta fe en la movilidad tal vez explique por qué Estados Unidos tiene un Estado del bienestar menos generoso que el de la mayoría de los grandes países europeos”. Así mismo, concluye que hoy en día los países con mayor movilidad tienden a ser aquellos con mayor igualdad; pero la capacidad de ascender, al parecer, no depende tanto del deseo de salir de la pobreza como del acceso a la educación, la sanidad y otros recursos que preparan a las personas para tener éxito en el mercado laboral.
Ello se inscribe en la crisis del sistema democrático que se manifiesta de diferentes maneras. En unos países, como sostiene Anne Applebaum en su libro El ocaso de la democracia, se viven “las trampas del nacionalismo y la autocracia”, en los que “lideres autoritarios utilizan las teorías de la conspiración y la polarización política”. Dice que hay un sentimiento de nostalgia para destruirlo todo y redefinir nuestra idea de Nación. La ira se convierte en hábito. La disensión pasa a ser normal. “El resultado es el incremento de la desconfianza con respecto a la política normal, las políticas del establishment, los ridiculizados expertos y las instituciones convencionales, incluidos los tribunales y la administración pública”.
Ese diagnóstico corresponde a la misma situación que se vive en América Latina y, desde luego en Colombia, en donde aumenta la desconfianza en las instituciones del Estado. Por ello hay necesidad de relegitimarlas, pero el camino no puede ser distinto al de una nueva constituyente que se ocupe de adecuar el marco institucional del país a las nuevas realidades y de ajustar lo que pudo no haber quedado bien diseñado en la Constitución de 1991.