Presidente:
Antes de su primera elección, escribí muchas veces pidiendo a los colombianos que no votaran por usted. Ese estigma de haber pertenecido a las élites políticas del gobierno Uribe, lo hacían -a mis ojos del 2010- un candidato peligroso. No tuve la visión de Daniel Coronell, cuando predijo que a partir del 7 de agosto de ese mismo año, usted tomaría una posición diametralmente opuesta respecto a su antecesor. Afortunadamente mi brillante profesor tenía razón, y yo estaba equivocada.
Así, poco a poco, a lo largo de su primer mandato, me fui bajando del bus de la oposición, cosa que algunos interpretaron como “periodísticamente incorrecta”; todos sabemos que el periodismo debe estar del lado de los más débiles, y no del lado del poder. Pero esta premisa no puede ser camisa de fuerza, que nos restrinja la libertad de respaldar en su momento, lo que a conciencia creemos que debemos defender, así ese defensible sea uno de los poderosos.
Para la contienda electoral del 2014, su compromiso con la paz de Colombia, y el pavor que me generaba el candidato Zuluaga, hicieron que este mismo Puerto apoyara su reelección, y el 15 de junio, bandera en mano, celebré haber sido una de las 7’816.986 personas que votaron por usted. Dos años y medio después, afirmo con total convicción, que lo volvería a hacer. Y no es que me emocione todo lo que usted ha hecho: en muchas cosas estamos en desacuerdo, pero más allá de cualquier diferencia, siento el compromiso moral de respaldar su trabajo incansable y valiente, por lograr el fin del conflicto armado, y con ello, los cimientos de la paz para nuestro país.
Creo que las guerras (las de aquí, las de allá, las de cualquier esquina del planeta) son la máxima expresión del fracaso de la inteligencia humana; la negación de la política bien entendida; el triunfo de la violencia y de los intereses creados alrededor de la venganza, del poder desenfrenado, y de la injusta e insostenible incultura de la exclusión y el oscurantismo.
Esperemos, Presidente, que quienes se opusieron con argumentos serenos y razonados al primer acuerdo de paz, encuentren en esta segunda versión, una sana respuesta a sus inquietudes.
Esperemos también que quienes votaron engañados, hayan comprendido la capacidad destructora de la mentira, y sean capaces de ver el valor de un proceso que promete ponerle fin a un conflicto largo y destructivo.
Y confiemos en que los adalides del No, que actuaron llevados por fanatismos y rencores personales, tengan finalmente un acto de sentido común -o si prefieren otro nombre, un acto de grandeza- y comprendan que no tienen derecho de convertirnos en un país interino; 48 millones de personas, haciendo equilibrio en una cuerda floja, esperando la absolución de los falsos impolutos, son más de lo que cualquier nación puede soportar.
Alíviese pronto, Presidente; usted y su familia lo merecen, y Colombia necesita verlo cumpliendo ese acuerdo de paz que nos permitirá pasar la página, honrar a nuestras víctimas vivas y ausentes, y construir un futuro de dignidad y esperanza.
Aquí lo espero,
ariasgloria@hotmail.com