Superar la crisis sin precedentes por la que esta atravesando Colombia exige una real voluntad de diálogo entre las partes llamadas a negociar para lograr una salida razonable a la misma. Tanto el gobierno como el comité del paro, que son los primeros obligados, pero en realidad la sociedad entera involucrada en el resultado de la cita que aquellos han tardado en concertar, han de entender que la cuenta de desaparecidos, de muertos y heridos en las calles, en las ambulancias o en los hospitales, de destrucción de bienes públicos y privados, de incumplimiento de los deberes de protección de los derechos humanos, de asfixia del tejido económico y social, no puede seguir, a menos que se pretenda, por acción o por omisión, el sacrificio de la democracia, en un juego de estigmatización mutua que sólo beneficia a quienes quieren destruirla.
Ello supone que de parte y parte exista verdadera disposición de escuchar al otro, de generar un mínimo de confianza, que comience por identificar rápidamente puntos de encuentro que permitan adoptar soluciones realizables en el corto plazo, y a partir de ellas, agendas de cambio que se construyan conjuntamente sin artificios ni demora. No caben demagogias ni maximalismos, pero tampoco estrategias dilatorias ni posiciones retóricas que desconozcan la magnitud de la insatisfacción e indignación ciudadanas, de los problemas y las terribles carencias que hoy enfrenta la mayoría de la población. No hay lugar para soberbias de cualquier tipo, pues las realidades de un país tan complejo y desigual no permiten ninguna.
Se requiere respeto del punto de vista ajeno, sin descalificaciones a priori, pero sobre todo empatía y consecuentemente un cambio en el lenguaje. Así, para comenzar, cada víctima debe dolernos a todos, y así debe expresarse sin ambages ni cálculos, pues es una misma tristeza la que embarga tanto a las familias de los manifestantes, en su mayoría jóvenes, como a las de los miembros de la fuerza pública, absurdamente inmolados en esta locura.
El diálogo en la actual coyuntura no puede presentarse como una concesión por quienes en él participen, aquel es una obligación para el gobierno en cumplimiento de sus funciones institucionales, así como un deber democrático para quienes pretenden representar a las personas que se manifiestan en las calles. Nada distinto a conversar de buena fe a concertar para buscar e implementar de manera urgente soluciones viables cabe en estas aciagas circunstancias. Retardar esa búsqueda y esa actuación efectiva es abrirle el espacio a quienes juegan desde los dos extremos ideológicos a agravar la situación para que se desconozca la institucionalidad y el Estado de Derecho.
En ese sentido es un deber de todos rechazar contundentemente tanto las vías de hecho, vengan de donde vengan, como los llamados a la intransigencia de aquellos que ven exclusivamente en la fuerza la solución de las diferencias.
Sólo el ejercicio legítimo de la autoridad enmarcado estrictamente en los mandatos constitucionales, que involucra necesariamente el riguroso respeto de los derechos humanos, unido a la franca y sincera voluntad de negociación, debe ser hoy la brújula del gobierno; al tiempo que la disposición a concertar así como a ejercer creativa y responsablemente el derecho a protestar debe ser la guía de los manifestantes y de sus voceros.
@wzcsg