Conciertos vallenatos, sinfónicos y rockeros; buceo y esquí; ciclovía nocturna y jugadores de la NBA; un festival de verano en todo su esplendor se abrió paso entre el sol y la luna, para celebrar los 479 años de Bogotá.
Bella, calumniada, insegura, hospitalaria, fría, solemne, calurosa, festiva, descuidada, teatrera, fascinante y tantas veces acéfala, Bogotá tiene su magia.
Nos unen y desunen sentimientos encontrados, pero nuestra capital merecería ser el centro de afecto y protección de sus casi 10 millones de habitantes. No merece estar en la mira de corruptos, ignorantes y ególatras. No merece que la maltratemos ni física ni conceptualmente, porque Bogotá ha sido generosa; ha abierto sus puertas a los colombianos de todas las regiones que vienen a estudiar y enseñar, a generar y ocupar empleo, a cuestionar y dinamizar la economía. Hemos recibido y seguiremos recibiendo víctimas y victimarios; desplazados de una y otra orilla; niños de brazos, maestros, delincuentes, médicos, obreros, indigentes, científicos, prófugos, malabaristas, escritores, ingenieros y poetas. Miles de indígenas de Imbabura (Ecuador) han llegado por décadas con su música y costumbres. En los últimos meses, romerías de venezolanos de todas las edades, condiciones y oficios han llegado en busca de un horizonte digno; para ellos, debemos ser -como ciudad- una respuesta decente, amable y efectiva.
Hace tres años la Silla Vacía publicó que Bogotá era la capital mundial del desplazamiento, y según registros del 2015, cada día llegaban a nuestra ciudad, más de 45 desplazados.
Por geografía, condiciones socio-políticas, actividades económicas y comerciales, Bogotá está catalogada como un centro de migrantes.
Eso nos convirtió en una ciudad quizá más difícil, más pobre a la hora de repartir recursos, pero también mucho más rica emocional y culturalmente hablando. Ser una ciudad cosmopolita puede ser un honor, un riesgo o una oportunidad… puede ser lo que se quiera y como se mire. Ser una ciudad viable y feliz, implica aprender de la diferencia; construir con, para y con el otro; ejercer la inclusión por convicción.
Aquí uno se debate entre el estruendo de las tormentas y el más libre de los cielos; nuestras calles y andenes parecen ser el refugio preferido de los topos, y la inseguridad es una angustiosa y cotidiana realidad. Pero Bogotá ha sido tan valiente que sobrevivió a tres desastrosos alcaldes -malos con gana- consecutivos, y de cuyos nombres no quisiéramos nunca más acordarnos.
Y hablando de recuerdos, supongo que nuestros bisabuelos montaron en el Coclí, primer bus tirado por caballos, traído a Bogotá en 1840; y un año después compraron en la tienda Rosa Blanca -más conocida como la Tienda de la espumita- la primera cerveza que se vendió 2600 metros más cerca de las estrellas.
Ha pasado mucho desde entonces. Pero ahí siguen las montañas; ahí las noches de luna llena, las casitas de colores en la Candelaria, y el blanco verde-azul de Monserrate en una tarde de sol.
Aquí ha transcurrido el 88% de mi vida; y así como es, con sus bellezas y tristezas, yo amo a Bogotá.
Ariasgloria@hotmail.com