El 2018 será recordado como uno de los más políticamente confusos, beligerantes y probablemente más importantes para el futuro del país.
El triunfo en las elecciones a la Presidencia de la República de un candidato joven, que contó con el respaldo unificado y nada disimulado de todos los grandes medios de comunicación, marcó la esperanza de superar la polarización que caracterizaron los 8 años de Juan Manuel Santos por cuenta de una recia oposición sin pausa y sin tregua. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos personales del Presidente Duque, los índices de polarización no han bajado ni un ápice. Los debates en el Congreso, las discusiones en los programas de opinión y hasta las peleas en las redes sociales, así lo muestran.
Adicionalmente, el Presidente enfrenta una situación paradójica. Su partido político no ha sabido asumir la transición de oposición a gobierno, de modo que no solo debe enfrentar la oposición de los perdedores de las elecciones, sino la de su propio partido. Los peores editoriales del programa radial del presidente emérito (y parece que también eterno) han sido contra el Presidente de la República a quién ha tildado de ser peor que Santos, por lo menos en el caso del ex ministro Andrés Felipe Arias.
La entrada en vigencia en este gobierno de nuevas reglas para el ejercicio de la oposición parece también haberlos sorprendido a todos. La obligación legal para los partidos de hacer declaración expresa de independientes, oposición o gobierno, sumada a la encomiable decisión del Presidente Duque de no negociar con el Congreso, sino dejarlo obrar a su libre albedrío, ha terminado en una especie de anarquía que ha dado al traste con la mayoría de los proyectos de ley del gobierno nacional.
Pero si por el gobierno llueve, por la oposición no escampa. A pesar de una coyuntura tan favorable, no han sido capaces de articular una sola voz o de crear un liderazgo que se perfile como alternativa aglutinante de las diversas vertientes de los actuales opositores e independientes, y, sobre todo, que sea capaz de superar la crispación de los ánimos.
En contraste con la confusión de los políticos profesionales o con la falta de liderazgos claros en ese lado del espectro, el mayor fenómeno político ocurrió en las calles. Fue el movimiento estudiantil el que no solo conquistó la calle, sino que fue capaz de poner en la agenda estatal y en la social el tema de la educación superior. La calidad del servicio público esencial de educación, la sostenibilidad de las instituciones de educación superior y las deficiencias estructurales de presupuesto se convirtieron de pronto y por fuerza de las manifestaciones públicas de los estudiantes en el gran tema nacional. Los grandes medios, tan reacios a darle despliegue a los movimientos populares, terminaron, obligados algunos, convencidos los otros, ayudando a la difusión de las peticiones estudiantiles y colaborando así con el logro final de un acuerdo con el gobierno.
El fenómeno político del año fue ese, el del movimiento estudiantil. Y como siempre, el país nacional por un lado y el país político por otro.
@Quinternatte