Fetichismo en La Habana
LOS detractores de la política de Obama hacia Cuba deberían visitar la isla caribeña antes de descargar su artillería contra el ya bastante agobiado y exhausto inquilino de la Casa Blanca. Los sorprendería la evidente confusión que se respira en algunas de las más elevadas esferas del Partido Comunista, en la nomenklatura del Castrismo y al interior del establecimiento intelectual al servicio del régimen. Los devotos revolucionarios no salen aún del desconcierto en que el propio Raúl Castro los sumió el 17 de diciembre de 2014, cuando anunció el inicio del proceso de normalización (o como ellos mismos se apresuran a aclarar, en ruso además, “hacia” la normalización) de las relaciones con Estados Unidos, enemigo histórico de la Cuba libre, socialista y revolucionaria.
Como otrora Lenin, los revolucionarios cubanos hoy se preguntan: ¿qué hacer?. El “Imperio” está de vuelta, y de la forma más inverosímil: no como invasor, ni mediante chapuceras maniobras de desestabilización… sino como invitado. ¿Quién iba a creerlo? En la icónica tribuna anti-imperialista, donde hasta hace unos años ondeaba desafiante una multitud de banderas cubanas, hoy día se eleva un solitario pabellón isleño en medio de decenas de astas desnudas, ante lo que ya no es una oficina de intereses sino una embajada en toda regla (aunque de momento, sin embajador residente).
Tomados por sorpresa por los acontecimientos, los atónitos revolucionarios se aferran con más ferocidad que nunca a sus fetiches: al Marxismo y su profecía siempre inminente (y siempre aplazada) del colapso del capitalismo, a José Martí (que sirve para cualquier cosa, y por lo tanto para nada), y obviamente al mayor de los Castro (cuya edad y retiro excusan de todo, salvo de ser invocado en tono de jaculatoria).
La agresión imperialista ya no es militar (son China y Rusia las que desvelan a Washington), ni económica (aunque el capitalismo esté ahora mismo a la ofensiva, en fase terminal —Marx no puede estar equivocado—, pero nuevamente a la ofensiva). La guerra es cultural (lo dijo Martí: no hay nada que no haya dicho antes Martí). Y hay que ganarla (¡cómo no!), sobre todo en las mentes y los corazones de los jóvenes… que por alguna razón, jamás intervienen en estas discusiones.
Pero nada de eso responde la pregunta crucial: ¿qué hacer? Quizá la “Revolución” se ha quedado sin respuestas y ya no explica nada, no inspira nada, no ofrece nada, salvo los fetiches usuales. Y a estos fieles “revolucionarios” sólo les queda esperar, aunque en vano, la absolución de la historia.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales