Desde la frontera se ven dos cortinas de humo. Una es la que crean desde Caracas el presidente Maduro y sus áulicos, con la esperanza de que estigmatizando a los colombianos, sembrando la confusión y el miedo, denunciando conspiraciones e invocando el estado de excepción, hallarán la excusa perfecta para suspender o aplazar las elecciones legislativas previstas para el próximo diciembre -o por lo menos, para cuestionar la validez de los resultados en aquellos estados donde la oposición tiene alguna ventaja sobre el oficialismo-. La otra es la que tejen desde Bogotá quienes reducen la grave crisis fronteriza a una muestra más de la desesperación de los chavistas, y que de tanto denunciar la cortina de humo ajena no se percatan de la forma en que la suya distorsiona su propia perspectiva de las cosas.
Desde la frontera se puede hacer el balance de una estrategia diplomática fallida: la que llevó a Colombia a permitir que Venezuela, de modo prácticamente unilateral, estableciera la agenda, definiera los problemas y las soluciones, y señalara las prioridades en la relación binacional. La misma estrategia que confundió la distensión con el irenismo, y acabó ignorando las señales evidentes que anunciaban la tragedia humanitaria que hoy protagonizan miles de colombianos: los deportados, las familias desgarradas, los que anticipadamente están huyendo ante el temor de una expulsión arbitraria y abusiva, y todos aquellos cuya vida cotidiana depende de la normalidad transfronteriza.
Desde la frontera se puede percibir la pasmosa orfandad institucional y el vacío de liderazgo que padece América Latina. Una OEA marginada e irrelevante, resignada a mirar de lejos y en silencio. Una Unasur con poca credibilidad y escasa voluntad, cuyo secretario general parece la caja de resonancia de Miraflores. Y la ausencia total de cualquier figura que por su reconocida autoridad moral y talante político pudiera fungir como efectivo mediador entre los dos países y asumiera la defensa oficiosa de los derechos conculcados.
Desde la frontera se ven las consecuencias del negacionismo colombiano (según el cual los temas de seguridad no debían enturbiar el recobrado entendimiento con Caracas) y del venezolano (que se rehúsa a admitir que estructuras endógenas de criminalidad han medrado al amparo de un régimen negligente y a veces cómplice con el delito).
Desde la frontera colombo-venezolana se echa de menos una política integral que reduzca la sensibilidad y la vulnerabilidad, que incremente la resiliencia y la redundancia social y económica. Una política que saque a las fronteras, de una vez por todas, de la tierra del olvido.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales