RESPONSABILIDAD
Las imágenes que los medios de comunicación y las redes sociales transmiten desde Medio Oriente conmueven hasta el fondo la fibra moral de quienes a miles de kilómetros asisten, como momentáneos espectadores, al trágico desarrollo de la historia. ¿Cómo permanecer indiferente? ¿Cómo no ser compasivo -en el más estricto sentido del término- frente al dolor y el sufrimiento ajenos que en ellas queda instantáneamente retratado? ¿Cómo no interrogarse sobre el sentido de la guerra, de la violencia, el carácter a veces abusivo y otras nugatorio del poder? La complejidad de lo que allí sucede en términos políticos, su profundo enraizamiento histórico, las sutilezas de la diplomacia, entre otros factores, escapan fácilmente a la comprensión natural del ciudadano de a pie, que queda confundido, indignado, casi al borde de la neurastenia.
Es cuando más evidente se torna la responsabilidad de quienes, por la posición que ocupan en la sociedad, por su conocimiento de las cosas, por el privilegio de contar con un espacio en las páginas de los periódicos o unos minutos en las pantallas de televisión, actúan como ilustradores de una opinión pública obnubilada por los acontecimientos. El ciudadano de a pie, desocupado lector de los periódicos, imprevisto espectador de noticiarios, quisiera saber más y entender mejor lo que ocurre. Y los formadores de opinión tienen el deber de hacer lo que sucede un poco más inteligible para ellos.
Naturalmente, columnistas, expertos (y “expertos”), no escriben ni comentan la realidad en el vacío, ni con la asepsia que sólo una objetividad absoluta (tan imposible como en el fondo indeseable) podría garantizar. Dicen lo que dicen desde una situación y un contexto específicos, una identidad y una experiencia concretas. Y si toman distancia de los acontecimientos, lo hacen para pronunciarse sobre ellos, para emitir juicios y asumir posiciones. Pero asumir una posición es diferente a hacer proselitismo, y es deshonesto disfrazar de análisis riguroso lo que no es más que propaganda pura. Las voces del activista y el militante tienen derecho a ser escuchadas. Pero deben ser pronunciadas explícitamente como tales, y no encubrirse tras la investidura que otorga la academia, la experticia profesional, o el prestigio intelectual.
Se escribe y se habla siempre para algo y para alguien. El ciudadano de a pie tiene derecho a saber para qué y para quién escriben y hablan los columnistas y opinadores. Los estudiantes tienen un derecho análogo en relación con sus profesores. No decírselo es engañarlos, hacerles trampa descaradamente.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales