ANDRÉS MOLANO ROJAS* | El Nuevo Siglo
Lunes, 21 de Abril de 2014

SU OBRA

García Márquez

(El análisis sobre la “guerra jurídica” y sus manifestaciones contemporáneas, prometido para esta edición, ha sido aplazado para la próxima semana.)

Dice  Calpurnia a su marido, Julio César, tratando de evitar en vano que emprenda el camino fatal que conduce al Capitolio, que “Cuando muere un mendigo no aparecen cometas.  La muerte de los príncipes inflama a los propios cielos”.  Fue Shakespeare también quien advirtió sobre los hombres que “algunos nacen grandes, unos logran grandeza, a algunos la grandeza les es impuesta y a otros la grandeza les queda grande”.

Imposible no evocar ambas sentencias a propósito de la partida de Gabriel García Márquez, cuyo lugar cimero en la literatura universal está por encima de toda diferencia de gustos, de discrepancias ideológicas y afinidades electivas. A uno puede gustarle o no su obra, pero a fin de cuentas lo que importa -juicio irrefutable de Oscar Wilde- es si sus libros están bien o mal escritos. Y los suyos son por sí mismos toda una literatura. Si la historia de los Buendía es hoy un clásico, es precisamente porque, como dijo a propósito Italo Calvino, un clásico es un libro “que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes”.

Y para muchos, qué duda cabe, la obra garciamarquiana es una especie de patria. Es lo que pone en boca de Adriano Marguerite Yourcenar:  “El verdadero lugar de nacimiento es aquel donde por primera vez nos miramos con una mirada inteligente.  Mi primera patria fueron los libros”.  ¡Quién sabe cuántos nacieron y seguirán naciendo en Macondo!  Por eso resulta tan vana -y acaso grotesca- la obsesión de algunos por reivindicar la “colombianidad” de García Márquez y su obra.  Acaso fuera el escritor colombiano más mexicano de todos, o al revés. O el testimonio irrefutable de que en literatura semejante distinción es completamente irrelevante; de que “No se habita un país, se habita una lengua. Una patria es eso y nada más”, como dijo el maestro Cioran.

Ojalá los grandes hombres fueran todos irreprochables.  Pero la falta de mácula quizá haría sospechosa su grandeza. En nada empaña el antisemitismo de Céline el Viaje al fin de la noche, ni el prontuario criminal de Genet el Diario del ladrón. Dijo Cernuda que a fin de cuentas “unos nacen para ser santos, y otros para ser hombres”.  Igual pasa con el filocastrismo de García Márquez.  O quizá fue sólo una concesión suya, de toda la vida, a la máxima expresión política del realismo mágico latinoamericano.

*Analista y profesor de Relaciones Internacionales