Lo que Pyongyang quiere
No siempre es fácil identificar el interés, la motivación última que determina la conducta de los actores del sistema internacional. Se dice fácilmente que los Estados actúan guiados por el “interés nacional”, y éste suele definirse en términos de poder, en el entendido de que sólo el poder que cada Estado logra acumular y que es capaz de movilizar según la circunstancia, garantiza su supervivencia. Pero es más difícil entrar a establecer, en cada decisión y acción de política exterior, la manera concreta en que está en juego ese interés y mucho más cuál sea la mejor forma de satisfacerlo. En el plano internacional una especie de bruma se cierne siempre sobre las intenciones de los Estados. Ello dificulta la labor de los internacionalistas a la hora de analizar los acontecimientos e introduce un elemento más de desconfianza en el ya complejo escenario de anarquía en el que tienen lugar las relaciones internacionales.
Así ocurre, por ejemplo, con Corea del Norte. Resulta difícil desentrañar el sentido último de la retórica envalentonada del régimen de Pyongyang, de sus gestos desafiantes, de sus mensajes con tono de ultimátum. El secretismo y la escasa información disponible refuerzan la incertidumbre. Y el habitual argumento del chantajismo nuclear, tan útil en otras ocasiones, parece insuficiente para explicar un comportamiento que virtualmente desafía cualquier lógica, cualquier racionalidad, y que de alguna manera ha devuelto al mundo a los años 60, recordándole de paso que en la política -tanto interna como internacional- las cosas cambian menos de lo que parece.
¿Qué quiere exactamente el régimen de Pyongyang? Que se reconozca (y de manera irreversible) su estatus de potencia nuclear. Que se le incorpore, por derecho propio, en las ecuaciones del equilibrio de poder de Asia-Pacífico. Y de paso, disipar cualquier duda que pueda existir sobre la firmeza y solidez con que está asentado el liderazgo de Kim Jong Un y su dinastía en un régimen que, por mucho que dependa de China, está todo menos dispuesto a ser simplemente un satélite de Beijing.
Podrá parecer exagerado el recurso empleado para hacerlo. Pero no puede haber duda alguna sobre su eficacia. La desproporción es precisamente una fortaleza en este caso. Y ni Estados Unidos, ni Rusia, ni China tienen cómo contener efectivamente el desafío norcoreano sin arriesgar en el intento la paz y la seguridad internacionales, y el delicado balance del cual depende la estabilidad en una región llamada a convertirse en centro de gravedad de la política internacional en el siglo XXI.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales