Lincoln
Se han reprochado muchas cosas a Lincoln, la última película de Steven Spielberg protagonizada por Daniel Day-Lewis y basada en la biografía del decimosexto presidente de Estados Unidos escrita por Doris Kearns Goodwin (reconocida investigadora, precisamente experta en historia presidencial y autora de varios libros sobre otros tantos inquilinos de la Casa Blanca como los Roosevelt, los Kennedy y Lyndon Johnson). A juicio de algunos historiadores, la película no hace justicia al papel que jugaron en la causa de la emancipación los afroamericanos. Otros consideran que en ella se ha simplificado excesivamente el complejo escenario político en que tuvo lugar y concluyóla Guerra de Secesión. Y otros más se quejan de los infaltables gazapos e imprecisiones: según el filme, por ejemplo, los representantes de Connecticut en el Congreso habrían votado en contra de la XIII Enmienda, cosa que en realidad nunca ocurrió.
Pero con todos los defectos que pudiera encontrársele, la película tiene también sus propios méritos. Naturalmente, no es siempre absolutamente fiel a la historia y estállena de licencias. Tampoco es, aunque el título parezca sugerirlo, un típico biopic (que hubiera corrido el riesgo de convertirse en una apoteosis del ya bastante mistificado Presidente). Ni es, por otro lado, una reconstrucción de los últimos meses de la Guerra Civil, ni de la lucha por la abolición de la esclavitud, aunque ese sea, ciertamente, su telón de fondo.
En realidad, Lincoln es sobre todo una estupenda lección sobre las paradojas, las contradicciones y las posibilidades de la política. Es el enorme talento político de Lincoln el que retrata magistralmente Steven Spielberg, antes que su idealismo, sus valores o sus convicciones. Su pragmatismo, su intuición, su sentido de la oportunidad pesan en la película mucho más que sus elevados principios, y contrastan radicalmente con el prurito dogmático de Thaddeus Stevens (Tommy Lee Jones), que recuerda la kantiana aspiración a la justicia absoluta aunque perezca el mundo.
Es este quizás el verdadero sentido de la historia: recordar que el de la política es un mundo de transacciones, intereses y compromisos, en el que el más refinado absolutismo moral puede acabar siendo contraproducente para los propios principios que enarbola, y en el que el verdadero líder no solamente lo es por la pureza de sus ideales y la integridad de su conducta, sino también por su talento y su capacidad para aprovechar las imperfecciones del sistema político, e incluso las sombras de la naturaleza humana, para allanar el camino a la realización de sus aspiraciones.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales