Amylkar D. Acosta M. | El Nuevo Siglo
Martes, 5 de Abril de 2016

El desequilibrio de poderes

 

EL inveterado centralismo en Colombia hunde sus raíces en la regeneración de Rafael Núñez, en el siglo XIX, una vez derrotado el radicalismo liberal en memorable batalla en el curso de una de las tantas guerras civiles que asolaron a Colombia por aquellas calendas. Este fue el desenlace de la tensión que perduró desde los albores de la independencia entre dos corrientes ideológicas antagónicas, el federalismo y el centralismo y se resolvió a favor de este último.

 

La Constituyente de 1991 se convirtió en un hito de la mayor importancia para el país al atreverse no a reformar la centenaria Constitución de 1886, introduciéndole una enmienda más que se vendría a sumar a los remiendos anteriores, dejándola incólume, sino que la cambió de cuajo, dándole a Colombia una nueva Carta. Entre los avances más importantes de ésta, además de consagrar como principio fundamental de la Constitución de Colombia el Estado Social de Derecho, fue el reconocimiento de la autonomía de sus entidades territoriales.

 

No obstante, transcurridos más de 20 años de expedida la nueva Constitución este es uno de los artículos que permanecen como letra muerta, en estado virginal, sin ningún desarrollo, empezando porque la Ley 1454 de 2011, al limitarse sólo a transcribir los preceptuado en la propia Constitución, cuando de lo que se trataba era de desarrollarlo. Esta sigue siendo una asignatura pendiente.

 

Este sigue siendo un país en el que prevalece el centralismo, que se resiste a desaparecer y ello se refleja claramente en el desbalance en cuanto a la captación y manejo de los recursos públicos, cada vez más concentrados en el Gobierno central en detrimento de los fiscos territoriales. Es el caso de la estructura del régimen impositivo en el cual es preponderante el recaudo por parte de la Nación, lo cual se deriva del hecho que todas las reformas tributarias que se tramitan a través del Congreso están encaminadas a arbitrarle mayores recursos a la Nación, mientras ha faltado voluntad política, tanto de parte del Gobierno como del Congreso, para aprobar las distintas iniciativas presentadas por parte de los departamentos para fortalecer los ingresos de las entidades territoriales a través de una reforma tributaria territorial.

 

Definitivamente, tenemos que concluir que el mayor desequilibrio de poderes no es entre las ramas del Poder público, sino entre el poder arrollador y absorbente del Gobierno central y el poder territorial. Firmado el Acuerdo en La Habana se impondrán muchas reformas, pero la principal de ellas es el reajuste institucional, pues la actual arquitectura institucional no es la más adecuada para construir la paz y que esta sea estable y duradera. Se impondrá, por fuerza de las circunstancias, un re-equilibrio de poderes, en donde las regiones tengan más poder, al tiempo que este se ejerza con mayor transparencia y probidad, pues, como bien lo ha dicho el general Naranjo “la corrupción es el peor enemigo de la paz”.

www.fnd.org.co