¿De qué libertad hablamos?
El atentado terrorista a la revista Charlie Hebdo ha generado un movimiento social bastante fuerte que clama por la libertad de expresión, uno de los pilares de las sociedades democráticas que buscan encarnar el sueño de la modernidad. Desde todas las esquinas de Occidente se alzaron las voces de indignación frente a la masacre. La multitudinaria manifestación que tuvo lugar en París dejó claro el lugar que la libertad ocupa en la escala de valores de Occidente. Los ideólogos de la revolución se regocijarán en sus tumbas al ver el lema “libertad, igualdad y fraternidad” tan vivido en la población del siglo XXI. Finalmente, y para su satisfacción, la sociedad occidental ha reconocido como valor supremo la libertad. El sueño moderno parece haberse cumplido.
Sin duda es de admirar que una sección tan grande de la sociedad consiga unificarse en torno de un ideal ético. No es tan satisfactorio constatar que dicha unidad no opera de la mismo modo al definir lo que significa libertad y mucho menos al aplicar la ley en nombre de ésta. Lo que se erige como una guía de comportamiento social que garantiza el bienestar de todos, parece no dar la talla a semejante requerimiento.
El Gobierno francés ha decidido castigar fuertemente a todos aquellos que tengan alguna manifestación que pueda ser interpretada como un acto de apoyo a los atentados terroristas. Esta conducta es perfectamente coherente si lo que se quiere es rechazar de modo radical la violencia. Sin embargo, se torna un poco difícil de entender si se observa que la causa que la motiva es la defensa de la libertad de expresión. El resultado es la detención de personas por expresarse con libertad. ¡Menuda paradoja! Ahora resulta que sólo son libres aquellos que no profesan ninguna religión y que han aceptado como marco ético el propuesto por los Estados democráticos. En nombre de la libertad, en los días posteriores al atentado se han disparado las manifestaciones islamofóbicas, muchas de ellas francamente violentas, en Francia.
Esta contradicción tiene su raíz no sólo en el modo como es definida la libertad sino sobre todo en lo que parece que la constituye. Si bien, ésta se encuentra intrincada de manera profunda e inamovible en el ser humano, eso no le otorga el carácter absoluto que en ocasiones queremos darle. El problema de la libertad como parámetro ético es que siempre necesita un contexto y por lo tanto, no puede ser comprendida como valor absoluto, aplicable de modo indistinto en toda coyuntura social. En otras palabras, nuestra libertad, humana, mundana, necesita de cierta subordinación para que funcione como tal. De nuevo una gran paradoja. Necesitamos juzgar nuestras acciones dentro de un marco que establezca los grados de libertad y en que medida su ejercicio efectivamente garantiza una sociedad justa. Pero Occidente, en su afán libertario ha ido descartando y desdibujando cada vez más ese marco orientativo que permite establecer un orden. De este modo, la elección será cada vez más caprichosa y los atentados terroristas aumentarán, pues ¿cómo justificaremos entonces que en nombre de las ideologías no es válido anular al otro? Occidente es la gran víctima del “todo vale” que ha querido imponer como marco moral.