Educar en la belleza
Siglos después de inventado el sistema educativo vigente estamos aún insatisfechos y a la espera de las reformas que las instancias encargadas tengan a bien realizar. La crisis por la que atraviesa la educación responde a una suerte de agotamiento de la estructura sobre la cual reposa el andamiaje educativo actual. Dicha estructura no es ni más ni menos que el ideal de progreso que se desprende de una idea de hombre y sociedad que privilegia la utilidad del conocimiento y el aprovechamiento de los recursos para garantizar el desarrollo.
Si se revisa este paradigma surgen un sinfín de preguntas y otras tantas perplejidades. En cinco siglos, aún no podemos definir con claridad qué significa progreso y desarrollo, pues lo que cosechamos de tal esfuerzo es el fruto podrido de la devastación de los recursos y el estancamiento del crecimiento humano por el odio, la violencia y la corrupción.
Sorprende que ante tal evidencia de fracaso, las reformas educativas se muevan aún sobre los mismos ideales, y que se sigan excluyendo, cada vez con más descaro, la formación humanística, cultural y artística tanto en educación básica como en la superior. Justo ese es el problema de las reformas: que se mueven sobre los mismos ejes y son incapaces de un verdadero cambio. Por eso, si queremos continuar con la tarea educativa, en su sentido real, es necesaria una revolución. A diferencia de la reforma, la revolución permite cambios de paradigma y eso es justo lo que necesita el sistema educativo de hoy.
Frente a los desgastados y confusos ideales de progreso y desarrollo surge como alternativa la educación en la belleza. Aunque antiguo, este camino educativo ha sido olvidado por los modernos esquemas que privilegian la racionalidad instrumental. Con esta gran omisión, queda a su vez descartada la educación de los sentidos para la belleza y con ella, la educación de la afectividad.
Con los sentidos adormilados y los afectos abandonados a instancias menores, la desorientación humana es grande. Se entiende así, por qué hemos emprendido una carrera sin sentido hacia la producción y el consumo sin reparar en los recursos y nuestra relación con el medio ambiente y también por qué es cada vez mayor la confusión (que se manifiesta en el elevado índice de enfermedades mentales de nuestro tiempo). La ignorancia con respecto a nuestros afectos y emociones que nos impide el autodominio podría ser superada con una educación apoyada en la belleza como pilar de orientación.
No se trata de establecer cánones de belleza (en ello ya tenemos gran experiencia de fracaso), sino en educar la sensibilidad y la contemplación. En los programas escolares hace falta un énfasis mucho más fuerte en artes y literatura. Aun para apoyar el conocimiento matemático sería una gran oportunidad. En las universidades, el retorno de las humanidades es una necesidad que no se puede seguir desplazando. Son menos los jóvenes que se sienten atraídos hacia ellas, no porque no les guste sino porque la sociedad (y sus padres, en la mayoría de los casos) ejercen una presión que anula sus verdaderas inquietudes y vocaciones. Una educación real para las nuevas generaciones sólo será posible con la revolución de la belleza.