El retorno de Dios
La pregunta por el origen y el fin de la vida del hombre ha desembocado desde siempre en la misma conclusión: no podemos dar cuenta de nuestro inicio si no lo referimos a una dimensión trascendente, a un ser superior que dote de sentido aquello que para nosotros es incomprensible. El hecho de que el ser humano sea capaz de lenguaje y con él de la formulación de palabras como “eternidad” “inmortalidad” “absoluto” sin tener directa experiencia de aquello a lo que se refieren, siempre ha llevado a intuir que participamos de algún modo especial, en el orden racional que compone el universo y la realidad.
La mitología fue, desde las primeras civilizaciones, el modo de dar respuesta al enigma del hombre y su existencia, pero pronto quedó superada por el conocimiento filosófico que, apoyado en las mismas preguntas, emprende un camino de indagación racional y lógica que permite comprender o, al menos, develar una pequeña porción de aquello que nos maravilla.
La filosofía, desde la antigüedad ha abordado racionalmente el tema de lo trascendente y lo divino y con el advenimiento de la teología se han ampliado considerablemente las posibilidades de conocimiento de Dios. Sin embargo, el mismo avance de la filosofía supuso el despliegue de nuevos campos de investigación y con ello el tema de Dios quedó en manos de la teología.
En la modernidad, con el avance que supuso el método científico y con las nuevas estructuras de pensamiento que de allí se derivaron terminó por calificar los temas asociados a Dios como poco serios. Con la mayoría de edad que creyó alcanzar la humanidad, quedaron relegadas a fantasía y ficción todas aquellas referencias a la divinidad que habían poblado el imaginario de las generaciones anteriores.
Es curioso observar hoy, tanto en el ámbito filosófico, como en las dinámicas sociales y políticas, un retorno contundente de Dios. Al parecer, la promesa de emancipación moderna no ha tenido el resultado esperado en la humanidad, pues en lugar de alcanzar aquel estado de paz y hermandad soñado por los modernos, nos hemos convertido en una amenaza cada vez más temible para nosotros mismos y para nuestro entorno.
Es evidente el retorno de Dios a la esfera filosófica. Desde Levinas, a mediados del siglo XX, y casi sobre el coletazo ideológico de la declaración nietzscheana de la muerte de Dios, se ha vuelto a formular la duda sobre las posibilidades que el hombre tiene en el mundo por sí mismo y se ha reformulado la necesidad de comprender aquello que dota de sentido nuestra vida, y de indagar en la fuente de nuestra sofisticada racionalidad.
Pensadores como Habermas, Vattimo, Derrida, Taylor, Ricoeur, Sloterdijk, por solo mencionar algunos, han recuperado a Dios como tema serio y muy necesario de especulación filosófica. Sus propuestas resaltan sobre todo una cuestión: las grandes cuestiones no pueden ser pensadas al margen de Dios. Como recurso filosófico comienza a resonar de nuevo y esto nos dice dos cosas: una, que la humanidad reclama de nuevo un sentido trascendente y dos, que es urgente dotar de herramientas al mundo para que el retorno de Dios no quede en la teoría sino que pueble vitalmente a los hombres.