ALEJANDRA FIERRO VALBUENA, Ph.D | El Nuevo Siglo
Sábado, 15 de Junio de 2013

ALEJANDRA FIERRO VALBUENA, Ph.D

 

El destino de las universidades

EL destino de las universidades, si seguimos por donde vamos, no será otro que su triste muerte como comunidad  de conocimiento y sabiduría. Las políticas que rigen hoy estos supuestos centros académicos están ya imbuidas en las dinámicas económicas de marketing y competencia salvaje con las que se rige cualquier empresa de producción en serie.

Mucho tiempo me resistí a creer el duro diagnóstico que sobre las universidades ya venían dando pensadores contemporáneos de alta talla, esperanzada en que algunas de estas nobles instituciones aún conservaran los valores que inspiraron su fundación hace ya diez siglos. La  universitas magistrorum et scholarium(comunidad de profesores y académicos) tuvo como objetivo reunir aquellos consagrados a la búsqueda del saber, para poder transmitir, a un selecto grupo, el conocimiento fruto del cultivo del espíritu. En ellas primaba la libertad académica, es decir, la premisa de que al conocimiento se llega de manera libre o de lo contrario el alma se ve atrapada por el engaño y la falsedad. Los grandes maestros hacían escuela, no por el número y la clasificación de sus publicaciones, sino porque la atracción de su sabiduría era el único poder que un hombre de ciencia podía poseer.

El primer síntoma de la decadencia de las universidades es que pasen de ser comunidades de profesores y académicos a empresas de administradores y hombres de negocios. No se puede negar la necesidad que la época exige, de entrar en las dinámicas económicas correspondientes para poder sobrevivir como institución. Sin embargo, eso no justifica que el  gobierno de las universidades esté en manos de personas que no sólo no son académicas, sino que además comprenden la institución como un negocio. Tampoco se entiende cómo se ha llegado a dar  mayor valor y reconocimiento a las labores administrativas que las docentes y de investigación.

Otra pésima señal, -tal vez la que ha terminado con la mínima esperanza que aún abrigaba- es la entrada, sin camino de regreso, en las dinámicas burocráticas y el tráfico de conocimiento que se ha derivado de las clasificaciones y mediciones de la calidad y la excelencia. Los parámetros de evaluación surgen a borbotones y con esa misma intensidad se remplazan y modifican, al vaivén de los gobiernos de turno. Que las universidades deban orientar todo su esfuerzo a cumplir con requisitos impuestos externamente para adquirir la acreditación de que allí sí se hace “buen saber”, es estar a un paso de la muerte definitiva de aquello que por años ha enaltecido a la especie humana: la libertad.  

La condición de quienes hemos dedicado nuestra vida a la búsqueda del saber ya no sólo supone un desprendimiento de pretensiones de riqueza y acumulación de bienes (esa no nos cuesta, porque sabemos de antemano que este estilo de vida es incompatible con tal aspiración), sino que ahora estamos sometidos a que nuestro avance en el camino del conocimiento sea medido en A, B o C, Isi, Scopus, o cuartil 1, 2, 3 o 4, sin mencionar la manipulación que las mafias del conocimiento ejercen sobre el mundo de lo publicable, reconocible y rentable.

Así las cosas, el panorama es desolador. Sin universidades, ¿a dónde iremos?