Hambre de cultura
¿De qué se muere nuestro pueblo colombiano? Muchos dirían que el problema es el hambre. Estoy de acuerdo. Pero no el hambre física, que aunque no deja de ser preocupante, y mucho, la injusta distribución de los recursos económicos que un país naturalmente diverso puede llegar a ofrecer, no constituye el problema central de nuestra famélica sociedad. El problema es que dentro de la gran diversidad que nos caracteriza, son cada vez menos los espacios que se ofrecen para el cultivo de sí mismos, es decir, para la cultura.
Es triste observar cómo, con el paso de los años, se desvanece aquello que algún idealista romántico observó en Bogotá y que lo llevó a darle por nombre la “Atenas suramericana”. Si bien es cierto que exageró en el símil, al querer adjudicar a la Bogotá de principios del siglo XX, aquellas características que consagraron a la cultura griega como el foco de producción de cultura y sabiduría en Occidente, también es factible que Alexander von Humboldt (a quien se atribuye el insólito bautizo) haya percibido en las calles y cafés de la nublada Bogotá de antaño, cierto ambiente intelectual que despertaba interés a aquellos hambrientos de cultura.
Es claro que para nuestros días aquel halo ha desaparecido. De los visitantes contemporáneos ya solo podríamos esperar, si acaso les apetece darle nombre a la ciudad que habitamos hoy, que la llamaran la tenaz suramericana. El caos que se respira, no proviene solo de las imprudencias del gobernante de turno. Se percibe en el trato y la mal lograda convivencia que día a día nos atormenta en las calles. La ignorancia es patente. La cultura brilla por su ausencia.
Para ser una capital relevante en Suramérica, Bogotá carece de una oferta cultural que se corresponda con su condición. Los intentos que se hacen en este sentido suelen ser poco difundidos, además de monopolizados por una elite excluyente que se ha adjudicado el dominio de la difusión cultural. Entre otras cosas, hace falta comprender que la cultura no se adquiere simplemente con la asistencia a conciertos y exposiciones. Mucho menos cuando lo que se difundirá después de los eventos será, no una reflexión sobre el contenido, sino las fotos de los asistentes en el cóctel de cierre.
La vida cultural es justamente eso, un estilo de vida. En concreto, una vida cultivada, que se refleja en que la persona entera transmite lo que ha aprendido y conocido. Esta vida adquirida es fundamental para convertirse en ciudadano. La convivencia en la ciudad requiere formas y modos que son imposibles de adquirir en un entorno que no ofrece espacios para el cultivo de sí. De este modo, nos limitamos a vivir en una literal selva de cemento, donde el principio rector no es hacer ciudad sino vivir al acecho de la presa y en la lucha despiadada por la supervivencia.
Si en algo deberíamos concentrar los esfuerzos de la administración de las ciudades en Colombia, es en el fomento de una vida cultural, que tenga como objetivo hacer verdaderos ciudadanos y alimentar las mentes ávidas de cultura.