ALBERTO MEDINA MÉNDEZ | El Nuevo Siglo
Sábado, 23 de Agosto de 2014

Los secuaces

Los caudillos siempreprecisan de aduladores en sus entornos. Sin ese compacto coro de aduladoresque respaldan todas sus decisiones, el líder parece perder esa autoestima que lo invita a imponer y avanzar.
Algunos dirigentes políticos, mediocres y de escasa personalidad, tienen una tendencia indisimulable a rodearse de ineptos, de individuos poco competentes, de escasa formación académica y con temperamentos débiles a la hora de proponer ideas y establecer posiciones propias.
A veces, ese núcleo de colaboradores está compuesto de gente con avanzados estudios. Resulta complejo entonces decodificar la humillante conducta que asumen esos que optan por exaltarlo todo obedientemente, con un silencio cómplice excesivamente funcional a los objetivos del jerarca.
No se visualizan en esos grupos de trabajo, personas aptas para fijar una postura diferente, diciendo lo que nadie quiere escuchar y listas para dar el paso al costado si las circunstancias así lo requieren, sobre todo cuando se recorre un camino inapropiado, inaceptable y sin regreso posible.
Algunos creen que solo se trata de mantener esa cuota de poder que el funcionario supone disponer. Pretenden retener ese espacio de maniobra que los apasiona y pagan costos impensados, cediendo a diario, transando inclusive con la corrupción que los circunda hasta naturalizarla e incorporarla como hábito al ejercicio de sus tareas. Así es que concluyen también aceptando la inmoralidad y los desaciertos.

Es en los actos oficiales o hasta en la obscena "cadena nacional", cuando se pueden observar con más claridad las poses asumidas por los funcionarios del gobierno y amigos del poder que siempre secundan al líder ocasional. La indigna costumbre gestual de aplaudirlo todo, de sonreír frente a comentarios tan superficiales como de dudoso sentido del humor y ovacionar lo inadmisible, termina configurando un comportamiento patético.
Habitualmente los mediocres son solo rehenes de una remuneración, de una cómoda posición que los lleva a recibir una compensación económica a cambio de sus servicios. La contraprestación no implica solo trabajar, sino también la deshonra de decir que sí siempre y aclamar todo sin condiciones.
No son pocos los que, en privado, critican al líder, su estilo y hasta sus formas. Pero no se animan a confrontar con el patrón. No tienen la valentía suficiente para decir lo que piensan porque temen cometer el pecado de no agradar al jefe.

Queda claro que el líder puede equivocarse, que sus resoluciones no siempre son las adecuadas y que sus visiones a veces se encaminan hacia el inevitable fracaso. Pero eso no sucede solo por sus propios errores, ni por su enérgico carácter o sus evidentes defectos personales, sino también por la despreciable actitud de los secuaces.
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