No es una panacea
Algunos dogmas se han pretendido instalar como certezas indiscutibles. En estas últimas décadas, con la implementación de las democracias como sistema de gobierno en gran parte del planeta, se ha endiosado a una herramienta de convivencia social, al punto de siquiera poder cuestionarla.
La búsqueda de la verdad, la necesidad de explicar fenómenos sociales, precisa de una actitud de permanente revisión, de crítica constante, ya no para descartar sistemas, sino justamente para perfeccionarlos.
No existen dudas de que la democracia ha traído consigo un sinnúmero de progresos y que pese a sus defectos, ha sido capaz de contribuir a una vida en armonía, con respeto y tolerancia. Pero es igualmente real que su instrumentación tiene matices y que algunas sociedades han sucumbido bajo sus principales paradigmas involucionando y hasta en casos extremos, siendo conducidos a excesos inaceptables, promoviendo el odio y los genocidios, de la mano de la voluntad de los más.
No se trata de condenar a la democracia como sistema, pero tampoco de convertirla en la panacea, en ese remedio que resuelve cualquier problema. Resulta por ello indispensable analizar lo que ocurre, justamente para rescatar sus atributos positivos e individualizar aquellos aspectos específicos que solo deforman el objetivo.
Probablemente los países que mejores experiencias pueden mostrar son aquellos en los que la democracia está subordinada a la República, dicho de otro modo, en los que la voluntad de las mayorías expresada en las urnas está condicionada por la división de poderes y por una norma constitucional que fija los límites a la concentración y al abuso de poder.
La democracia puede ser un genuino medio para lograr un loable fin, pero canonizarla y colocarla en un pedestal convirtiéndola en el objetivo central de una sociedad, es riesgoso.
La innegable prosperidad ordenada de algunas comunidades que no se rigen por la democracia tal cual se la conoce tradicionalmente, obligan a preguntarse por lo que viene sucediendo en el mundo. No se trata de abandonar el sistema democrático como forma de ordenamiento social. No se puede hacer caso omiso a sus imperfecciones evidentes. Es peligroso caer en la trampa de no cuestionarlo para no perjudicarlo. Se conspira contra la democracia cuando se evita revisarla, cuando no se advierten sus desviaciones y cuando se elige mirar a otro lado porque resulta políticamente incorrecto hablar de ello.
A Winston Churchill se le atribuye aquella frase de que "la democracia es el peor sistema de gobierno diseñado por el hombre, excepto todos los demás". Tal vez sea esto brutalmente cierto, pero no menos verdadero es que todos los sistemas merecen ser revisados y, en lo posible, mejorados.
La sociedad ya sabe que la democracia no es una panacea.
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