EL SEPTIMAZO
Devastación
En tiempos de Uribe, lo fáctico creó lo legal aunque la devastación ética comenzó desde mucho antes de que el “articulito” promovido por Fabio Echeverry diera lugar a la reelección. Lo acontecido con tres de sus alfiles es un mero colofón.
Pensamos en devastación cuando sobreviene un terremoto o una inundación; pero esta palabra contundente, que por etimología latina significa estar vacío, es quizás la única que nos cabe; nos quedamos asidos al escándalo presente que como un tsunami es remplazado por otro mayúsculo al día siguiente, y mientras, nuestra alma colectiva se resigna, incapaz de reflexionar sobre las causas de cada uno de ellos, como si para la conciencia la suerte estuviese echada.
Quizás ningún gobernante en Colombia haya sido sacrosanto -se dicen cosas de Bolívar y de Santander-; pero me resisto a creer que en el gobierno de Uribe hubiera concierto para delinquir, aunque ni siquiera en el de Samper con su 8.000, tanta gente estuvo comprometida en actos torcidos.
La expresión “buen muchacho” con la que Uribe en su momento calificó a Jorge Noguera, el primer coequipero de gobierno caído en desgracia, le cabría a los tres funcionarios suyos condenados por corrompidos la semana pasada. Alberto Velásquez aunque nulo en la cosa pública, era un destacado empresario al que no le hacía falta hacer bobadas en la madurez de su vida.
Sabas Pretelt y Diego Palacio no eran amigos de Uribe. Al primero, una impúdica claqué en una asamblea de Fenalco, el gremio que dirigía, lo puso en el radar y su momento llegó cuando Fernando Londoño se volvió un estorbo por su intemperancia verbal. El segundo, un médico más experto en mercadeo que en salud, fue escogido como el obsecuente y maleable sucesor del titular de Protección Social, cuando ni siquiera había aparecido la avioneta siniestrada con el cadáver de Juan Luis Londoño.
Encajar fue desde siempre el gran reto del par de advenedizos. Ambos se creyeron intérpretes y alter ego de Uribe, e hicieron lo que suponían debían hacer, sin medir la devastación ética. Estanislao Zuleta advirtió en El Elogio de la Dificultad, que “las adhesiones y las idealizaciones ahorran el esfuerzo de pensar y se corre el riesgo de aceptar cualquier cosa”.
Habría esperanza, no obstante. En El Sistema de la Eticidad, Hegel asegura que la devastación, que toma la forma de furor, a la postre se aniquila a sí misma y lo ético renace de las cenizas.