Caminando en las blancas alturas | El Nuevo Siglo
Domingo, 23 de Febrero de 2014

Por Jorge Eliécer Castellanos M.

Especial para EL NUEVO SIGLO.

 

 

Las huellas del pavoroso invierno aún permanecen a lo largo de los 27 picos nevados, 13 lagos de origen glaciar, los centenares de riachuelos, las decenas de valles de frailejones, de humedales, de alfombrales y de las lagunas que encierra el renombrado Parque Nacional Natural de El Cocuy, que se extiende por cerca de 30 kilómetros de longitud en la cordillera de Los Andes al oriente colombiano, entre los departamentos de Boyacá, Casanare y Arauca. Aparecen, al finalizar enero, pequeñas polvaredas que se dejan transportar por el rebelde viento que cobra dimensiones insospechadas.

La Sierra Nevada de Güicán se levanta airosa, imponente y con alegre refulgencia una vez que han quedado atrás las permanentes neblinas, la perseverante nieve y las lluvias pertinaces de la época de invierno. La florescencia cambia ahora el panorama de grises ecosistemas dando lugar a una belleza de incomparable colorido que se extiende visiblemente a lo largo del infinito, destacando cadenas de montañas que en forma de conos perfectos y truncados se erigen de manera mágica, armoniosa y completamente brillantes en todo el entorno del Parque Nacional que demarca más de 300.000 hectáreas.

Es la época propicia que hemos esperado desde meses atrás, para emprender nuestro ascenso hacia las nieves perpetuas, en la búsqueda del pico más alto de la Sierra que nos permita, como premio adicional, detallar la infinita gama de paisajes inconmensurables que se extienden hasta los ilimitados llanos orientales.

Jaime Jaramillo Gómez y su familiar equipo de trabajo, Malely y Soraya, madre e hija, lo han dispuesto todo, en una rigurosa lista de chequeo anticipada para poder “zarpar” con éxito al destino de la cúspide nevada que nos espera. Hasta el último detalle ha sido evaluado. Implementos de viaje, botas apropiadas, botiquín, brújulas, GPS, sacos, gorros, impermeables, linternas, cerillas, pomadas, bloqueadores solares, gafas con filtros, guantes, medias gruesas, y hasta “perreros” o bastones, aparecen en orden riguroso y están ya a bordo de nuestros morrales para poner en marcha la aventura de la caminata que nos llevará a la cima del glaciar por la favorable ruta escogida de “Los Ritacuba”. Se divisan en los mapas de análisis entregados por Adriana, funcionaria del Ministerio del Medio Ambiente en el Municipio de El Cocuy, -donde nos registramos, pagamos las entradas y recibimos la inducción previa- también los picos nevados de Pan de Azúcar, El Castillo y el Púlpito del Diablo. La cartografía precisa un horizonte montañoso de extraordinaria grandeza. Estamos preparados pues la época lo permite para contemplar los bellísimos espejos de las aguas de las lagunas: Los Verdes, Grande de la Sierra, La Isla, La Plaza, y El Avellanal.

 

 

Se inicia al andar…

 

 

La mañana del 31 de enero anterior nace muy soleada y el “mono” Jaramillo brilla de manera espectacular sobre los senderos, las quebradas y lagunas del Parque. Son las 6 de la madrugada. Todos estamos listos. El desayuno, en la hacienda La Esperanza, fue servido por su gentil propietario Marco Valderrama a eso de las 5:30. Es hora de partir. Es el génesis de la aventura.

Somos diez participantes. A los tres organizadores se suma el adelantado presidente de la fundación Transformemos, -entidad altamente reconocida por la ONU que promueve la educación elemental de los olvidados niños de Colombia-, Rodolfo Ardila y señora Aurora Carrillo y sus adolescentes hijos, Santiago y Gabriel. Y a ellos, se une el agraciado matrimonio de los caminantes de las nieves, Fernando Plata y María Victoria Duarte, y el cronista.

Avanzamos por entre caminos pedregosos. Cruzamos arroyos. Subimos por paredes lisas que alguna vez recubrieron los glaciares y avizoramos, muy en lo alto, allá en los 5.330 metros sobre el nivel del mar, el más elevado pico de este paraíso terrenal. Los cóndores y las águilas se mostraron cautos en su vuelo; los osos de anteojos permanecieron en sus guaridas; las dantas y los venados conservaron las distancias; algunas aves menores y pájaros nativos danzaron a nuestro alrededor; las mariposas deambularon a nuestro paso, pero siempre encontramos como tapetes las alfombras de líquenes y de musgos, y como bastones erigidos con exuberancia y belleza sin igual, los viejos frailejones que datan de más de una centuria.

Paso a paso, así es como se avanza, con descansos breves, firmeza en el caminar, y el espíritu previsivo y optimista. A medida que el sudor y la fatiga se confabulan, las fuerzas disminuyen, pero prevalece la visión y el carácter indomable de los caminantes. El ejemplo de los niños, nos hace dar un paso más. Jamás desfallecer, es la consigna. La altura mengua las energías. Tenemos que ayudarnos con panela y  famosos bocadillos producidos en la finca el Malagueño de Mogotes, bello e interesante municipio cuna de la revolución comunera de Santander. Ambos alimentos, se suplementan con agua y algunas viandas livianas.

Después de seis horas de intenso desplazamiento en que se ha ascendido desde los 3.600 metros hasta los 4.200, es necesaria la pausa, conviene el consumo de jugos, aguas aromáticas y la hidratación general, para menoscabar el soroche o indomable dolor de cabeza. Todos los caminantes persisten en continuar el viaje. Nos adentramos por entre los últimos bosques que amortiguan la nieve. Atravesamos grandes piedras que anidan túneles en su interior, en donde se desgajan corrientes de impetuosas aguas que provienen del glaciar. La meta parece lejana, pero allí está, por encima de nuestras cabezas, al frente de nuestra mirada, mientras las nubes se desplazan orondas bajos nuestros cansados e hinchados pies.

Recogemos, entonces, pequeñas muestras de escarcha que se han formado desde la noche pasada. Todo brilla. Recobramos fuerzas y la mirada se extiende con ánimo de abrazar la cúspide de la masa glaciar más grande del oriente colombiano. La rodilla de algunos empieza a flaquear, empero, las adversidades en equipo se alivian con entusiasmo, humor y solidaridad grupal. Los pesimistas se privan del placer de disfrutar las alturas. Hay que seguir escalando, es la advertencia que se reiteran en todos los rostros sudorosos mientras por las bocas de los trashumantes de los glaciares  se exhala vapor caliente producto de su denodado esfuerzo de vencedores.

Muchas piedrecitas se despegan raudamente del sendero que pisamos cayendo a un nuevo hogar. Algunos matizan el cansancio con té. Otros prefieren abrevar en las fuentes naturales de agua que aparecen tumultuosas en nuestro trayecto. La caminata se hace más difícil en la medida en que más se asciende. El oxígeno comienza a desaparecer. La cumbre se ve muy cercana, aunque cuando duelen los huesos, la esperanza se aleja. Es nuestra oportunidad de apreciar la nieve que puede desaparecer en dos décadas, víctima inclemente del calentamiento global.

Los guías nos animan y continúa la marcha. Por entre lisos pedregales prosigue la tarea. Más tarde un leve descenso permite recobrar energías. Una pausa más en el camino. Las mujeres apoyan el aprovisionamiento y el reparto de hidratantes. Toman la punta de la caravana. Así obligan a seguirles el paso. Los caminantes se reagrupan. Los que van en primera línea dejan su lugar y quienes vienen atrás los relevan. Transcurren ya más de seis horas y un breve descanso, dosifica las fuerzas y propicia el impulso hacia el ascenso definitivo.

 

Belleza blanca

 

Cuando los alientos se esfuman aparece la nieve y este descubrimiento alegra el paso. Los caminantes se reinventan y toman un nuevo aire. La cuesta nevada impone el cambio de algunos implementos, zapatos y gorros, entre ellos. La felicidad embarga al grupo y el cansancio parece finiquitarse. Los guías con su avanzada dejan las huellas que hay que seguir. Todo el equipo se reanima. Con marcial paso de corajudos, se dinamiza el avance.

¡Llegamos a 500 metros de la cima del glaciar Ritak U´wa Blanco!, es el grito de vencedores. Hay motivo de abrazos y expresiones mutuas de felicidad entre todos. Al fondo vemos el terminal de la nieve pura y blanca y los farallones espectaculares que parecen siluetearla. Al otro lado, cadenas de montañas y, en el este, el indescriptible paisaje de los llanos orientales de Colombia. Todo es mágico. El brindis no se deja esperar. El agua que hemos recogido entre las fuentes que se desprenden del glaciar, reenvasada en un termo, constituye el mejor “licor” que patentiza la victoria. Gritos de júbilo nos embargan. Damos gracias al Altísimo. El propósito está cumplido. La meta es alcanzada. Caminamos sobre las inmediaciones de la  cumbre. Águilas distantes también celebran el acontecimiento con la libertad e imponencia de su libre vuelo.

Todo es majestuoso. Sobre el glaciar se siente poder y también debilidad. Todo es contrastado. Los sentimientos están encontrados. Algunos lloran de felicidad mientras las escasas nubes se han esfumado. La naturaleza desde arriba se mira espléndidamente. Afloran de nuevo algunas lágrimas en los extenuados rostros de varios participantes. La satisfacción del propósito cumplido como el caprichoso viento dirige el cansancio  hacia otros destinos. Somos libres. ¡Estamos levitando!... Los instantes de gloria parecen horas de inmaculado triunfo. Tal vez lo bueno dura poco. Es tiempo de volver.

 

 

El regreso

 

 

Una neblina, intempestivamente, nos está invadiendo. La orden es regresar. Morrales al hombro. Despedida alegre y retornar ordenado, con prudencia y paso entre paso, para no resbalar. ¡Qué Experiencia! Nos olvidamos de nosotros mismos y caímos en el  protagónico sueño de agigantado corazón que concede la licencia de la victoria. El equilibrio ambiental nos sobrecoge. No se puede gritar a altos decibeles porque el glaciar puede agrietarse. Hay que retornar con cuidado, inexorablemente. Se inicia el descenso, primero sobre la nieve y luego sobre las huellas recorridas en el largo sendero. Al final, transcurridas más de 10 horas por polvorientos caminos, nos esperan dos camperos que nos recogen y nos conducen a placido descanso en la hacienda La Esperanza. El espíritu reconfortado está henchido, aunque los músculos ya no dan más.

Después de tomar alimentos suaves, de calentarnos frente a la chimenea, darnos un buen masaje y un duchazo con agua caliente, la almohada espera; hay que arrullarse bajo la oscuridad del nocturno. Empieza febrero y desde esta estancia, con el nuevo amanecer, miramos muy temprano el camino ayer recorrido. Ha sido una proeza. “Todo está consumado”, como dijo el Nazareno.

Tenemos que regresar a nuestras casas en la capital colombiana, distante un poco más de 10 horas,  y algún día, nuevamente, al Parque Nacional Natural de El Cocuy, pues nunca antes sentimos y vivimos y nada nos sobrecogió tan poderosamente como “levitar” sobre la cercanía de la cima de la cumbre nevada, objetivo que afectó grata y totalmente nuestra alma en esta vida terrenal. El sentimiento no se puede narrar. El realismo mágico de Colombia, no se puede contar. Es preciso sentirlo, disfrutarlo, experimentarlo y hacerlo propio, pues por experiencia ajena jamás se puede dimensionar.

El epitafio muestra en su reseña que “La meta se cumplió”. Han quedado lejos de nuestros ojos las nieves y glaciares de la Sierra de Güican. El verano se profundizará allí por un mes más. La visibilidad continuará por el mismo lapso. También se prolongará el regocijo de nuestro espíritu por todos nuestros restantes días…

jorgecast06@yahoo.com