La decisión de Trump pone prácticamente la estocada final a lo que apenas comenzaba a caminar con pasos indecisos. Pensar que otro país pueda ocupar el liderazgo en la materia, y con Estados Unidos por fuera, no es fácil. Sin embargo, el titular de la Casa Blanca no hizo más que cumplir designio de republicanos y su promesa de campaña, ante el error cometido por Obama. No está dilucidado, todavía, el debate entre cambio climático y calentamiento global. ¿Cómo queda Colombia, un país altamente vulnerable al fenómeno, frente a lo que pasó esta semana?
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No puede el Partido Republicano de los Estados Unidos echarse como un buey cansado en la mitad del camino en el compromiso planetario contra el cambio climático. Porque, en efecto, si bien el presidente Donald Trump fue el artífice de la campaña para sacar a la nación norteamericana del Acuerdo de París no tenía alternativa diferente a mantenerse, esta semana, frente a la postura de vieja data y prácticamente consensuada de los republicanos contra las tesis del cambio climático y el control en la emisión de gases de efecto invernadero: o Trump mantenía los compromisos adquiridos en Francia por la anterior administración de Barack Obama y perdía el apoyo de su partido, o cedía las dudas y conservaba el respaldo de la colectividad mayoritaria en el Congreso, de la que fue candidato y ahora es primer mandatario. Se decidió por lo segundo, es decir, haciendo caso a la promesa de campaña de retirarse del Acuerdo de París, aunque alcanzó a dudarlo fruto de las solicitudes de su influyente hija Ivanka, de su secretario de Estado Rex Tillerson y de poderosos empresarios que lo han venido apoyando.
Para muchos congresistas republicanos el tema del cambio climático no es más que una ideologización seudocientífica contra las fuerzas del mercado lideradas por Estados Unidos en el mundo. De hecho, el mismo Trump sugirió que aquel es apenas un instrumento ideológico por medio del cual China y otros países competidores pretenden restarle potencia a la nación norteamericana, neutralizarla en su crecimiento económico y social, y por esa vía minar su liderazgo. En el mismo sentido, aseguró que el Acuerdo de París, promovido por Obama, significaba al menos una pérdida de tres billones de dólares y más de seis millones de empleos. Por su parte, para nadie es secreto que fue de ese modo que Trump ganó las elecciones presidenciales en los estados tradicionalmente demócratas con base, precisamente, en su propuesta de recuperar la industria pesada y los cinturones del carbón, cerrados por Obama. Fue ahí el punto de inflexión básico en la derrota de Hillary Clinton, quien prefirió abandonar esas áreas signadas por el desempleo y la pérdida de capacidad adquisitiva. Remover el Acuerdo de París fue, en efecto, uno de los principales compromisos de campaña de Trump y lo que ganó por un monto considerable de colegios electorales. Y ni los trabajadores ni los republicanos iban a ceder un ápice en ese punto. Ingenuos, desde luego, los que pensaron que el primer mandatario iba a cambiar lo que dio como parte de victoria el mismo día de la posesión, hace menos de un semestre.
La culpa de Obama
De algún modo, por supuesto, la responsabilidad radica en el propio Obama. Aunque muchos se rasgan las vestiduras por él, el entonces presidente demócrata fue incapaz de elevar el Acuerdo de París a nivel de Tratado en su país y no lo presentó en su momento ante el Congreso para formalizarlo y llevar el debate a cabo. De hecho, desde el comienzo y aún antes se encargó de dejar en claro que era solo un “Acuerdo” aunque en las discusiones parisinas después trató de que las cláusulas fueran vinculantes para los más de 190 países firmantes, lo que no ocurrió. Por el contrario, Obama rehuyó la discusión en el hemiciclo parlamentario y con ello envió un mensaje de debilidad superlativa. Optó, entonces, por poner en marcha el Acuerdo de París por directivas presidenciales que, desde luego, no tenían el alcance de ley y eran por tanto completamente reversibles y derogables. Como en efecto ocurrió al llegar Trump. Sin embargo, cualquier hubiera sido el presidente republicano habría actuado de la misma manera. De modo, como se dijo, que en el trasfondo lo que hay es un programa inherente a la voluntad republicana y es con este precisamente que ese partido ha venido ganando consecutivamente las elecciones, tanto en dos comicios parlamentarios como en los últimos presidenciales. Por lo demás, bajo las mismas tesis hoy el Partido Republicano tiene abultadas mayorías en gobernaciones, alcaldías y legislaturas locales. Lo cual, a su vez, significa que parte importante del pueblo norteamericano ha venido cambiando la visión de las cosas, entre ellas precisamente el tratamiento al medio ambiente o por lo menos el convencimiento sobre el cambio climático.
Cambio climático vs. Calentamiento global
Sobre el tema inclusive algunos de los mismos especialistas suelen confundirse. Efectivamente, asimilan cambio climático con calentamiento global como si fueran la misma cosa. Pero son diferentes. El cambio climático, según la definición más aceptada y acogida en el primer convenio marco sobre la materia por parte de la ONU, en 1992, es “el cambio de clima atribuido directa o indirectamente a la actividad humana que altera la composición de la atmósfera mundial y que se suma a la variabilidad natural del clima observada durante períodos de tiempo comparables”. El calentamiento global, por el contrario, es el reconocimiento del aumento de la temperatura en el planeta, pero que puede deberse a circunstancias diferentes a las actividades humanas, particularmente por alteraciones naturales, de carácter geológico, astronómico o de origen desconocido. En ese sentido existe un consenso general, incluido el Partido Republicano, de que el mundo pasa por un trance de calentamiento global. En lo que no hay acuerdo es en el motivo y por lo tanto también hay discrepancias de fondo en las soluciones.
Para muchos congresistas republicanos el tema del cambio climático no es más que una ideologización seudocientífica contra las fuerzas del mercado lideradas por Estados Unidos en el mundo
Para entender el fenómeno del cambio climático, es decir la modificación de la temperatura universal a raíz de las actividades antropogénicas o lo que es lo mismo, de procedencia humana, es necesario decir que la capa protectora de la Tierra, conocida como atmósfera, está compuesta por diferentes gases (vapor de agua, dióxido de carbono, nitrógeno, metano, ozono, entre otros) que producen los grados centígrados adecuados entre la radiación solar que entra y los rayos que luego emite el planeta para generar, a través de ese efecto invernadero, el clima propicio para la aparición y desarrollo de la vida. Si no hubiera efecto invernadero, es decir el entrampamiento del calor apropiado en la superficie, sería imposible vivir por las temperaturas heladas, puesto que solo habría una dinámica de rebote de los rayos solares hacia el espacio. Pero, de la misma manera, el exceso de gases de efecto invernadero en la atmósfera produce un aumento inusitado de la temperatura que hace igualmente inviable, por la vía del calentamiento, la existencia no solo de la vida humana sino de los ecosistemas en general. De tal manera, hoy el calor del sol está quedando inmovilizado en la biósfera. Inclusive se calcula que desde 1750, más o menos, el dióxido de carbono se ha incrementado en casi un 40 por ciento. Además también es sabido que el sol entre más envejece más se calienta.
Así las cosas, dentro de los criterios del cambio climático se han venido generando cada vez más emisiones de gases de efecto invernadero y a una velocidad alarmante, aumentando la temperatura a niveles peligrosos para la vida. Ello a partir de la ganadería extensiva y la siembra de cereales que producen una alta carga de metano, uno de los principales gases causantes del cambio climático; del consumo creciente de combustibles fósiles (petróleo, carbón y gas) encargados del aumento del dióxido de carbono ya dicho, otro de los factores clave del calentamiento; y de ahí para abajo la deforestación que reduce la recarga de oxígeno; la mala disposición de residuos tóxicos que emanan gases nocivos, como las baterías de los teléfonos celulares; las industrias de chimenea que no han tenido reconversión; y en menor medida los medios de transporte, en realidad de los pocos sectores que se han venido ajustando al cambio climático a través de la reducción del material particulado en la gasolina, la creación de métodos híbridos y la posibilidad de cambiar el motor a combustión a sistemas plenamente eléctricos.
Frente a ello, se ha estimado que la temperatura podría escalar durante éste siglo entre 2 y 4,5 °C, fruto de sobrepasar, como en efecto ya ha ocurrido, los niveles admisibles de gases hemisféricos. De ser así, sería el máximo índice en diez milenios por lo cual se considera que hay que disminuir y enfrentar a toda costa la proliferación de gases de efecto invernadero. De suyo, fue en la década del sesenta del siglo pasado cuando se descubrió que la Tierra se estaba calentando. En esa dirección fue James Lovelock, gurú del ecologismo científico, quien primero dijo que “el planeta tiene fiebre” y denunció que se estaba sometiendo su equilibrio sistémico a una presión climática insólita que llevaría a un desastre ecológico. El largo proceso devenido de la Revolución Industrial, donde los combustibles fósiles han sido la clave de la energía, ha llevado a los niveles dichos en la emisión de dióxido de carbono hasta la actualidad. Según Lovelock, en su último libro, siempre se creyó que la Tierra era un recurso infinito y solo hasta ahora se está vislumbrando que es finito. En realidad, dijo, la Tierra no es finita ni infinita, sino que la obligamos más allá de sus posibilidades de renovación. “Nuestro error –sostiene- está en tomar más de lo que la Tierra puede renovar”.
Inclusive algunos especialistas suelen confundirse. Efectivamente, asimilan cambio climático con calentamiento global como si fueran la misma cosa. Pero son diferentes
Un Acuerdo débil
Valga la verdad, en ese sentido, el Acuerdo de París es bastante débil. Aunque muchos lo han tomado como el símbolo del combate contra el cambio climático, en vista de los fracasos anteriores de llegar a algún tipo de pacto global, lo cierto es que sin carácter vinculante depende de la buena voluntad de los firmantes y pare de contar. Cada país, ciertamente, puso su índice de reducción de gases de efecto invernadero, pero se hubiera requerido mucho más. De hecho, el anuncio del retiro de Estados Unidos del Acuerdo de París, por parte de Trump, puede tener más efectos para la galería que reales. De haberlo querido, solo con anunciar que dejaba de lado los compromisos era suficiente. Como no es un Tratado, nada obliga a los Estados Unidos a permanecer en aquel.
El tema de fondo, en los Estados Unidos, consiste en si el cambio climático tiene las bases científicas suficientes para declararlo un axioma o si es debatible. La actitud de los republicanos, en cabeza de Trump, es precisamente no darle categorización científica y dejar el enunciado acaso como una mera hipótesis no demostrada. En todo caso, para ser sinceros, Trump redujo el tema a las consideraciones económicas y sociales de sus electores pero dejó abierta la puerta para seguir debatiendo el tema y encontrar algún punto de acuerdo. Pero, en la misma medida, no caben mayores esperanzas cuando el asunto se ha convertido en la base central del programa republicano tendiente al radicalismo del “tea party” y, dentro de los antagonismos, de la rabiosa contracorriente demócrata, todavía herida con la pérdida sorpresiva de la campaña presidencial. El mundo, a no dudarlo, necesita un intermedio; uno por ejemplo en el que, desde luego, se acepten las evidencias científicas del cambio climático, sin reparo alguno, y se adopten los mecanismos tecnológicos y las posibilidades de la ciencia para producir soluciones, por ejemplo, desde la geoingeniería. No basta con pensar que una reducción de los consumos pueda ser la panacea por cuanto todo el mundo se muestra de acuerdo pero nadie actúa en consonancia. De suyo, la baja en los precios del barril de petróleo ha hecho que todos los países productores jueguen a mayores volúmenes de crudo y a respaldarse, verbi gracia, en la producción y exportación de carbón.
Por ejemplo y de otro lado, el mismo Obama se declaró enemigo número uno del carbón, pero de otra parte abrió las posibilidades del “fracking” para la explotación petrolera y gasífera. Esto, que ha dado un impulso gigantesco a la industria en estados norteamericanos como Pensilvania, es muy discutido desde el punto de vista de los beneficios ambientales puesto que se puede llegar a emitir material radioactivo y la sísmica produce grandes erosiones geológicas al disparar vertiginosamente los torrentes de agua sobre los esquistos donde se aposenta el petróleo. De allí que muchos estados norteamericanos hayan prohibido el “fracking”, lo mismo que en una parte considerable de Europa.
Pulso geopolítico y huella de carbono
Sin embargo, los Estados Unidos siguen teniendo, de lejos, la mayor huella de carbón per cápita en el mundo, seguidos por Canadá. Si bien el fracking redujo su exposición general como principal contaminante del mundo, bajando a poco menos del 20 por ciento, mantiene el campeonato en la medición por habitante. En tanto China, que es el otro de los principales contaminadores universales, con cerca de un 30 por ciento, cuando se hace la medición de huella de carbón por habitante no clasifica entre los principales. Esto, desde luego, porque solo ha liberado a las fuerzas del mercado unos 300 millones de sus habitantes, pero cuando lo verifique de manera generalizada, si es lo que hace, no hay duda de que ocupará el primer lugar. Del mismo modo, Rusia anunció desde la misma cumbre de Dinamarca, previa a la de París, que estaba en vías de renunciar a los compromisos de cambio climático. Y con ello no queda sino el siguiente contaminante que es la Unión Europea en su conjunto, bastante por debajo de los anteriores, dentro de la cual solo hasta el momento la nueva unidad de acción de Alemania, Italia y Francia ha presionado, en estos días, para que se mantengan los compromisos de París. Por su parte, naciones emergentes como la India, Indonesia o Brasil, se han mantenido a la expectativa. Fueron muchas de ellas, precisamente, las que impidieron que el Acuerdo de París fuera vinculante por cuanto consideraban, en el fondo, que eso atentaba contra su desarrollo y bastaba con un compromiso relativamente marginal frente a la expansión de los gases de efecto invernadero.
Colombia, víctima
Colombia, por su parte, no es un productor mayor de este tipo de gases hemisféricos, causantes del cambio climático. De hecho, no alcanza a un índice máximo del 0,7 por ciento, lo que no afecta en casi nada el equilibrio atmosférico global. De suyo, la matriz de energía colombiana es de las más limpias del mundo, por cuanto casi el 75 por ciento del recurso energético se da por las hidroeléctricas, es decir, a partir del agua. Solo un 18 por ciento proviene del carbón, es decir, las termoeléctricas y alcanza un ocho por ciento en la energía solar y eólica. A su vez, el país exporta la mayoría del carbón que produce, particularmente a los Estados Unidos y que se sepa no va a renunciar a seguir exportándolo. De modo que se satisface con contaminar allá, aunque aquí en todo caso la producción carbonífera afecte algunas zonas donde se produce por el material particulado en lo que, no obstante, de alguna forma se ha avanzado para su control en la modificación de los puertos y los sistemas de cargue y descargue.
Si bien Colombia no propicia casi en nada la modificación global del clima a través de la emisión de gases hemisféricos si es, de otra parte, uno de los países más vulnerables al cambio climático
En todo caso, si bien Colombia no propicia casi en nada la modificación global del clima a través de la emisión de gases hemisféricos sí es, de otra parte, uno de los países más vulnerables al cambio climático y comparte la punta con India y Pakistán, entre otros. Basta ver las tragedias a razón de los cambios en el régimen de lluvias, la intensidad de ellas o las prolongadas sequías más allá de las condiciones naturales del invierno o el verano. De allí que sea un país propenso al fin de los glaciares, la baja o el incremento inusual del recurso hídrico, la desertificación, las modificaciones en los sistemas de alta montaña y la erosión costera, entre otros. Está claro que el país tiene al menos 57 “hotspots”, por decirlo así, de cambio climático y ello compone una parte importante de regiones.
De tal modo, los estudios de vulnerabilidad del sector agrícola han determinado que las áreas cultivables más desfavorecidas por el cambio climático son las de arroz, el tomate, el trigo, la papa y los sectores lecheros. Igualmente, los páramos, donde está el 68 por ciento del recurso hídrico colombiano, se han visto afectados. Y desde luego los glaciares han visto desaparecer sus superficies hasta dar por descontada su desaparición en pocas décadas. De igual manera los arrecifes de coral se encuentran en un estado de amenaza latente. Todo lo anterior, por demás, en un territorio dado a la vulnerabilidad de las viviendas rurales, en su mayoría construidas en las cuencas de los principales ríos nacionales y proclives a catástrofes como las de 2010-2011 o la más reciente de Mocoa.
Por eso, ciertamente, Colombia ha de lamentar cualquier acción que no contribuya a detener el cambio climático. Y en particular aquellas circunstancias que permitan el agotamiento de la capa de ozono, básicamente referido a la zona de la Antártida donde está el principal de los agujeros por donde se filtran los rayos solares y derriten los glaciares, elevando el nivel marítimo. Para ello resulta indispensable enfocarse en la disminución del uso del carbón puesto que este es el responsable de una parte considerable del incremento de los gases de efecto invernadero en compañía del metano proveniente de la ganadería extensiva y en cierta proporción de la siembra de cereales.
El Acuerdo de París nunca fue promisorio precisamente por su carácter no vinculante y, a pesar de la gran publicidad, porque no hubo un compromiso internacional único, sino país por país y de acuerdo con su voluntad. Es decir, fácilmente desbordable. Aun así fue a lo máximo que se llegó después de tantos intentos desde 1992 y al menos se puso de epicentro mundial el cambio climático como un reto inaplazable. Por el momento, sin embargo, las medidas para proteger la atmósfera global acaso si se están cumpliendo exclusivamente en la reducción del plomo en la gasolina. No es secreto, en tanto, que hay múltiples ecosistemas globales cuyos niveles de contaminación sobrepasan los umbrales críticos.
La salida de los Estados Unidos del Acuerdo París pone prácticamente la estocada final a lo que apenas comenzaba a caminar con pasos indecisos. Pensar que otro país pueda ocupar el liderazgo en la materia, y con ellos por fuera, no es fácil. Al menos están los compromisos bilaterales entre los mismos Estados Unidos y China, incluso firmados recientemente. Al mismo tiempo, no obstante, sigue el consumo desbordado de agua y energía. Como sugiere Lovelock, hoy de 97 años, no puede ser la ecología y el cambio climático una religión que se convierta en dogma pero por igual, se podría añadir, ya no se puede desconocer el tema. Por eso, como señala el científico en La tierra se agota: “el reconocimiento de que nosotros somos los agentes del cambio planetario provoca un sentimiento de culpa y otorga al ambientalismo una trascendencia religiosa… Para la mayoría de nosotros entonar una mea culpa con voz profunda y ecologista no es apropiado. Sabemos que hemos cometido errores espantosos pero tenemos que desechar la vieja creencia de que somos malos por naturaleza y que los caprichos de nuestra veleidosa naturaleza se han visto agrandados por la tecnología… La culpabilidad no viene a cuento; buscamos la restitución y la restauración de nuestro mundo perdido, no castigo”. Es decir, lo que se necesita es acción, por más de que el cambio climático esté irremediablemente entrampado en las fauces de la polarización ideológica y los extremismos de ambas partes. Lo cual, a todas luces, es el mayor pecado mortal.