- Congreso y el respeto al tracto constitucional
- Retos de implementación del acuerdo de paz
La frase estrella del proceso de paz según la cual se trata de “cambiar balas por votos” ha hecho de tal modo carrera que se da como un axioma irrefutable. Pero las cosas, en una democracia, no son de esa simpleza. Porque para que ese tránsito ocurra se necesita, ante todo, seguir las normas constitucionales. Cuyo fin es, por supuesto, mantener la esencia democrática donde la tesis preponderante es, naturalmente, que de las armas no puede, bajo ningún motivo, derivarse vocería política o representación alguna porque tales condiciones, en una democracia, provienen única y exclusivamente del debate pacífico, del disenso para llegar a consensos, en últimas, de la voluntad popular libre de presiones y de amenazas.
Es un error, ciertamente, pensar que el proceso de paz se debe a una transacción de ese tipo como si se tratara de una negociación sindical. En general, como decía el ex comisionado Jesús Antonio Bejarano, lo que existe en el caso guerrillero es más bien una confrontación subversiva propia de un “diferendo” y esa hendidura, cuando deja de plano las armas, solo puede ser resuelta por el pueblo en votación. Que fue precisamente lo que el gobierno Santos, entendiendo este criterio democrático insoslayable, tradujo en la convocatoria a un plebiscito que, aun con todos los tejemanejes de que fue objeto, dio resultado negativo. Y es ello, justamente, lo que hoy tiene en buena parte en vilo los acuerdos de La Habana. Porque en vez de la expresión popular, o mejor cuando ella se expresó negativamente, se escogió hacer oídos sordos. De allí que a nadie sorprenda el mal ambiente que, en las encuestas, ronda todo lo que tiene que ver con el proceso y los convenios hechos.
Como se ha dicho varias veces en estas columnas una de las falencias adicionales del pacto de La Habana está en que no fue más que un protocolo en el que se determinaron una serie de decretos, leyes y actos legislativos a llevarse a cabo. En esa medida, lo firmado más pareció un cartapacio de intenciones, todavía en obra gris. Es lo que eufemísticamente se ha venido conociendo a lo largo del último año con el nombre de “implementación”. De tal manera, y por decirlo así, lo que se hizo en la capital cubana fue girar vigencias políticas futuras. Pero como no se tuvo en cuenta que la llamada coalición de Unidad Nacional no era de carácter vitalicio, hoy se están pagando los platos rotos de ese error, producido en buena parte por no haber sorteado debidamente los tiempos del proceso.
Corresponde pues al Congreso de la República adelantar las discusiones respectivas con todo el rigor y la calma del caso. No se trata, en modo alguno, de que se cambien “las balas por votos” sin que medie la Constitución y el orden. Está demostrado que la creación de una nueva jurisdicción dentro de la rama judicial del poder público, en la cual se aglutine y reglamente todo lo referente al denominado conflicto armado, no es cosa de un abrir y cerrar de ojos por cuanto en ella está comprometida buena parte de las facultades y las competencias de la justicia ordinaria. De hecho, es tal cantidad de vacíos existentes, tanto nacional como internacionalmente, que el Fiscal colombiano y la Fiscal de la Corte Penal Internacional han puesto sobre el tapete las inconsistencias palmarias en múltiples aspectos. Mal haría, desde luego, el Congreso con pasar por encima de semejantes opiniones autorizadas.
De otro lado, el debate suscitado a raíz del galimatías que se presenta con la ocupación de las curules para la guerrilla no es de poca monta. No basta con la desmovilización subversiva para poderlas ocupar puesto que, precisamente para que no se llegue a la simpleza de cambiar “balas por votos”, afectando los elementos esenciales de la democracia, debe mediar, primero, el pago de la deuda con la sociedad en los tribunales acordados, ya que no hay indultos ni amnistías para los responsables de delitos atroces y crímenes de guerra. El asunto no parte pues de la entrega de las armas, sino de haber saldado ese compromiso o, al menos, estar sujeto formalmente a las sanciones de la justicia transicional. Y eso es lo que no está claro, salvo que cambiar “balas por votos” sea tan simple como entregar la ametralladora y sentarse automáticamente en una curul, sin ningún acto institucional intermedio, incluso con el garantizado de que ni siquiera se necesitan los votos correspondientes para ello.
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