Bach VIII con Felix Hell | El Nuevo Siglo
Foto cortesía
Viernes, 27 de Octubre de 2017
Emilio Sanmiguel

El del pasado sábado 21 de octubre fue el octavo de los programas del proyecto Bach en la Catedral. Creo haberlo dicho ya en un par de oportunidades, probablemente el proyecto musical más ambicioso que se haya ejecutado en el país en toda su historia.

Para que no se diga que hay ensañamiento, es el resultado de la buena decisión del Ministerio de Cultura de restaurar el órgano de la Catedral Primada, original de Aquilino Amezúa, del año 1892.

Por cierto, la reseña histórica que contienen los programas de mano, en hora buena deja claro que Óscar Binder, organero del instrumento de la sala Luis Ángel Arango, cuando en 1965 restauró el de la Catedral para la visita del Papa Pablo VI, fue más el daño que el beneficio, mejor dicho, se lo iba tirando. A estas alturas hasta puede quedar en entredicho su decisión de trasladarlo del fondo del templo al lateral que ocupa en la actualidad. Dicho en buen romance, el que hace el daño debe cargar con la responsabilidad. Así, pues, la decisión del larguísimo ministerio de la doctora Mariana Garcés Córdoba es un punto a favor, ahora que su reinado entra en su inevitable etapa final.

Tras el exordium entro en materia.

El octavo de los programas le correspondió al organista alemán Felix Hell, niño prodigio que hizo su primera presentación pública a los 9 años en Rusia –también en el mundo del órgano hay niños prodigio- radicado en los Estados Unidos, donde es el titular del órgano de San Pedro en Manhattan. Si se piensa que la iglesia de San Pedro es de confesión luterana, que Bach es el compositor luterano para órgano -y para todo- más importante de todos los tiempos y que Hell ha tocado en varias oportunidades la obra completa de Bach para órgano, entonces resulta sencillo entender el porqué de la categoría de su presentación del 21 de octubre.

Vaya programa al cual se le midió y vaya manera de organizarlo.

 

Creo haberlo dicho, pero lo repito: la obra de Bach se divide en dos inmensos capítulos: Preludios corales y composiciones Libres. Los primeros son obras, generalmente breves para preparar el ánimo de la comunidad para el canto de los corales, los segundos son, por lo general, obras para la exaltación del instrumento como tal. Los primeros son generalmente introspectivos, los segundos se acercan, de alguna manera a la espectacularidad científica del arte musical pero, en marco de la espiritualidad del interior de la iglesia.

Es decir, que esta música, al contario de tantas otras, no está concebida para el ritual del concierto que inexorablemente conduce al aplauso. Bach la escribió para llevar al oyente al silencio de la reflexión y le corresponde a los intérpretes ese imposible: llevar la emoción del público a la exteriorización de la misma, mediante el aplauso.

Como Hell se le midió a un programa tan exigente y profundo, compuesto por 21 Preludios corales enmarcados entre el Preludio en Mi bemol Mayor BWV 552 y la Fuga BWV 552, en Mi mayor, ojo, Preludio y Fuga, es decir, en teoría dividió la obra para enmarcar el conjunto mencionado, solicitó al público no interrumpir con aplausos su concierto. Añadiría que separar el Preludio de la Fuga no es para nada descabellado, toda vez que, sobre muchas de estas composiciones flota la duda de si efectivamente el Preludio corresponde a la Fuga y visceversa, y este es uno de esos casos.

Hell prefirió la prueba de concentración absoluta a lo largo de más de una hora de música, toda una declaración de trascendentalidad, a la permanente interrupción de aplausos que, además, habría hecho de la experiencia algo fatigante. Tocó gloriosamente bien, el público captó ese mensaje, se dejó llevar por ese algo inexplicable que tiene la obra bachiana de ser una música que explora las grandes profundidades del alma de los seres humanos en su relación con lo metafísico.

Ya al final, en una atmósfera de otro corte, hizo lo que todos sus colegas de la Serie: una obra de exhibición para el órgano catedralicio, el final del último movimiento de la Sinfonía de Widor, porque también hay qué decirlo, la restauración del ministerio, no sólo reparó los disparates del señor Binder, sino que lo puso en condiciones de servir de vehículo para el repertorio romántico y contemporáneo.

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