Tres visiones de la política | El Nuevo Siglo
Domingo, 6 de Diciembre de 2020

La mayor diferencia entre la antigüedad clásica y la modernidad no es tecnológica, sino moral. La política y las motivaciones de sus líderes lo revelan claramente.

Entre los aristócratas de la Grecia arcaica, todo gira alrededor del honor. La Ilíada es la historia de la furia de Aquiles, la cual surge violentamente porque Agamenón lo deshonra al raptar el premio (gēras) que le otorgaron los aqueos por saquear ciudades y sobresalir como guerrero. Aquiles aprendió de Peleo, su padre, que en la vida hay una sola regla: “siempre ser el mejor”. La superioridad en el combate no sólo brinda honores terrestres e inmediatos- las armas de los enemigos, oro, concubinas- sino también la fama eterna; en Ilión, Aquiles decide sacrificar su regreso a Grecia- y su vida- a cambio de la gloria (kléos) inmortal.  

El héroe antiguo no sólo busca distinguirse como soldado en el campo de batalla, sino también como orador en la asamblea. Un gran discurso brinda un gran honor; por ende, surge la retórica como área de intensa competencia. Los deportes, presentes ya en la Ilíada, fueron un reflejo más del espíritu agonístico que perduró entre los ciudadanos de las poleis mientras éstas fueron libres.

La competencia por el honor también fue la base de la política romana. El historiador Salustio describe “el máximo certamen por la gloria” entre los ciudadanos, quienes buscaban vencer al enemigo para obtener el elogio de sus semejantes. A ello le atribuye el enorme éxito de la República y su magnífica expansión.

La revolución moral cristiana pone todo lo anterior en entredicho. La virtud, textualmente “hombría” en latín, adquiere otros significados. La nueva exaltación de la humildad es incompatible con la búsqueda del honor en el sentido clásico.

Quizá más que cualquier otro autor, Shakespeare saca a relucir esta tensión entre el mundo pagano y el cristiano, la cual perdura durante el medioevo y hasta la modernidad. “Si es pecado codiciar el honor”, dice Enrique V en su famoso discurso de San Crispín, “soy la más pecadora de las almas vivientes”.          

Como comenta el profesor Paul Cantor, codiciar el honor definitivamente es un pecado- y uno de los más serios- según la doctrina cristiana. Pero sin dicho pecado no puede haber un líder político y militar como Enrique, cuya improbable victoria en Agincourt le devuelve a Inglaterra su dominio sobre Francia. En cambio, los reyes de la tetralogía que se destacan por su piedad cristiana- Ricardo II y Enrique VI- son incapaces de actuar contra los usurpadores que los derriban del trono.

En parte, la filosofía de “la nobleza obliga” resuelve la tensión entre la cultura del honor y el cristianismo. El señor feudal es un señor de la guerra; en teoría, sus privilegios derivan de su protección de los débiles en combate, lo cual implica asumir riesgos considerables.

El “servidor público” moderno apela a un ethos similar. Pero, como anota Nassim Taleb, el burócrata contemporáneo raramente se juega el pellejo para merecer sus desmedidos privilegios.