Libro de poemas de Ana Consuelo: danzando sobre las palabras | El Nuevo Siglo
ANA Consuelo se reconocía como miembro de la estirpe de los Caballero y le encantaba. Como ellos, estaba en posesión de una cultura asombrosa
Foto de Hernán Díaz - Cortesía Rafael Moure
Domingo, 29 de Noviembre de 2020
Emilio Sanmiguel

El 18 de junio pasado fue un año de la partida de Ana Consuelo.  Gómez Caballero, prefería de unos años para acá. En el medio cultural sólo su nombre era suficiente para saber que se trataba de la Prima ballerina assoluta de este país.

El título se lo ganó en la barra del ballet a lo largo de toda una vida: fue la primera profesional del ballet en Colombia.

Dicen que anduvo con suerte. Porque tuvo el apoyo de sus padres. A su madre, Ana Caballero Calderón le el ballet clásico porque su papá, el general Lucas Caballero -el mismo de la Guerra de los 1000 días- había visto bailar a la Pavlova, apenas su hija caminó con soltura la matriculó en la Academia de Beatriz Kopp de Gómez, pionera en esas lides en Colombia.

Donde Beatriz dio pruebas de talento. La madre se lo tomó tan en serio que siguió su formación, primero en Nueva York, luego en París: 12 años. No andarían tan equivocadas, ni la madre, ni la hija, si fue aceptada en la Compañía de Roland Petit.



Aparentemente tuvo suerte. Sí. Tuvo el apoyo de su madre, del padre y los medio económicos para vivir un cuento de hadas, en París vivía en el Hotel de Crillon. El suyo fue un raro caso de artista proveniente de la aristocracia criolla, con determinación absoluta y disciplina inquebrantable y pasó por encima de todo para conseguirlo.

Lo de volver a sus apellidos de antes no fue una necedad aristocrática, sino su manera de agradecer el respaldo de su madre para reconocerse a sí misma como miembro de una de las estirpes intelectuales más importantes de este país.

Ana regresó a Colombia, como pudo hizo el esfuerzo para medio encajar en su medio social y en el cultural. Ambos le resultaban provincianos: París era su medio natural.

Muy cauta, empezó enseñando, en 1961, en la academia que le inventó su mamá, bautizada Anna Pavlova, en honor de Papa Luquitas, decía con el orgullo por el abuelo héroe de una guerra. Después no hubo modo, renegó del mundo, se subió a las puntas, vistió el tutú y apareció en el escenario del Teatro Colón, para escándalo de la sociedad bogotana. Entonces empezó a coreografiar.

Bailar, coreografiar, luchar contra un medio cultural adverso, hacer de su academia la primera de todas, buscar nuevos rumbos cuando incursionó en su visión personal de lo contemporáneo fue su trabajo hasta cuando la sorprendió la muerte en junio del año pasado. 58 años de trabajo ininterrumpido. Una vida.

Dolor oscuro y profundo

Ana Consuelo se reconocía como miembro de la estirpe de los Caballero y le encantaba. Como ellos, estaba en posesión de una cultura asombrosa que hundía sus raíces en la antigüedad clásica y llegaba sin interrupción a la modernidad: música, danza, historia, poesía, filosofía, literatura, no eran ajenas a la sensibilidad de la mujer reservadísima. Diva en el mejor sentido de la palabra, cuando no estaba en entre las bambalinas de la danza o en el salón de clase, no encajaba. Por eso se inventó su propio mundo y empezó a danzar sobre las palabras. En la intimidad trasladó su alma al papel. Se convirtió en poeta.



Llegado el momento recopiló lo escrito, debió someterlo a un juicio implacable. Lo publicó en 2003 como Dolor oscuro y profundo.

María del Carmen Montoya, su hija, resolvió volver a mirar esos poemas: en su momento El libro de poemas de mi mamá no me gustó: me pareció íntimo, lúgubre y triste. Descubrí a una mujer que no conocía.

Si esto dice su hija, con quien Ana sostenía una relación de milagrosa profundidad, qué podemos decir quienes apenas nos preciábamos de ser sus amigos.

No mucho. Salvo que tuvimos la suerte de conocer una mujer más interesante, más insondable y misteriosa, más profunda y más exquisita de la que hubiéramos imaginado.



La hija ha tomado la decisión de reeditar el libro. Está en Amazon. Con la distancia que impone el tiempo, con la bruma de los recuerdos por el ser humano excepcional, porque era generosa y solidaria, y con el bagaje de la crónica descarnada de su autobiografía, este es el reencuentro con su poesía.

Es revelador, como si nunca se hubieran leído los inmensos tres capítulos de esa confesión.

En Corazón frágil, aparece primero la mujer piadosa, que a las 11 de la mañana, rigurosamente iba a la iglesia, como una dispensa para dar rienda suelta a las nostalgias:

Eco de amores pasados

recuerdos de pasión vividos.

Gota a gota la melancolía

Aparece la mujer que no encuentra lugar en el mundo que le tocó vivir:

He nacido en tiempo equivocado,

no me gusta la vida de hoy,

ni su presente,

no me gusta esta ciudad,

no me gusta la gente

Las nostalgias la regresan a la infancia y sus atavismos:

Que no la asustara tanto

el retrato del abuelo

en lo alto de la escalera

que a todos miraba.

Si antes de releerlo me hubieran preguntado si Ana Consuelo tenía sentido del humor, habría respondido sin titubear que no. Absolutamente no.

Qué equivocado. La mujer que surge en la segunda colección, Corazón agrietado, resulta caleidoscópica, irónica, divertida en medio de la queja:

Hay algunos vivos

que viven de los muertos.

También algunos muertos

que viven en el recuerdo

Salta de pronto el dardo burlón hacia su medio social: una brecha insondable:

Un entierro de primera

donde nadie lloraba al muerto ni a la muerte…

una visita social… hablar un rato…

las mujeres elegantes miran de reojo

a ver si son de marca tus zapatos.

Sí, humor, negro, de acuerdo, terrible y cáustico, también.

La tercera colección, Corazón ensangrentado, es de las tres la que probablemente resulte más explícita. No abandona el espíritu desencantado y por momentos francamente depresivo:

Estoy marchita, seca.

El mundo más triste, más gris.

El siguiente verso, por descarte, la devuelve al París de la adolescencia y a la búsqueda de un amor inalcanzable e ¿inexistente?:

La ciudad fea, indiferente, hostil…

me siento vacía, fría, agotada

La edición es impecable. En la portada una de las tantas fotografías que a lo largo de su vida le hiciera Hernán Díaz. Rafael Moure generosamente la facilitó: Rafa es el mejor fotógrafo de ballet que ha habido en Colombia, decía Ana Consuelo.

Al reeditar la poesía de su madre, María del Carmen demuestra ser también de la estirpe de los Caballero. No hay arrebato de los afectos sino reconocimiento a la artista.