Desplazados | El Nuevo Siglo
Sábado, 9 de Noviembre de 2019

Como consecuencia de esta criminalidad innominada, en el sector rural, nació una tragedia no menos dolorosa: la de los exilados que, huyendo de las masacres -acosados por el terror-, se vieron obligados a dejar sus hogares y sus sementeras para refugiarse en los centros poblados, en donde vinieron a aumentar las falanges de la miseria.

Todas sus escasas pertenencias tuvieron que abandonarlas para salvar la vida y la de sus seres queridos que no cayeron ultimados. Y entonces, se inicia el éxodo doloroso, sin dinero ni recurso alguno, en busca de un refugio cualquiera en los extramuros de las ciudades, en antros inmundos o en casuchas destartaladas, sometidos a toda clase de privaciones y vejámenes, hacinados promiscuamente, en condiciones infrahumanas, famélicos y enfermos. Los tugurios son bombas de tiempo.

Y luego, el doloroso peregrinaje en busca de trabajo, librando la dura batalla por la subsistencia, sin saber a dónde dirigir sus pasos, ni en qué ocuparse, sin conocer a nadie que les tendiera la mano, luchando desesperadamente para no morir de inanición.

Y ello tenía que ser así. Desarraigados de su pegujal en donde habían vivido consagrados a las faenas del campo, se encontraron de la noche a la mañana enfrentados al torbellino de la ciudad, sin oficio ni actividad que supieran desempeñar, huroneando angustiosamente dónde ganarse el pan, porque el hambre no da espera. Atrás quedó el rancho donde, al amor de la lumbre, transcurrían apaciblemente los días en las labores del campo, en donde nunca faltaba el escaso condumio. Atrás quedó la parcela, que año por año, rendía sus cosechas fecundas por el trabajo, de la misma manera que llegaban los hijos fecundos por el amor. Atrás el paisaje acogedor, el rumor cantarín del agua, el fresco olor de la tierra agradecida; toda una existencia de trabajo y de lucha, para, de un momento a otro, tener que abandonar el fruto de una vida de áspera labor.

Ese derrumbamiento repentino de cuanto constituía la razón de sus vidas, que era su pedazo de tierra del cual derivaban el sustento de su familia, debieron producir en esos exilados un tremendo impacto psíquico, ante ese brusco cambio en que vino a naufragar irremediablemente todo un pasado de tranquilidad y de bonanza. Y para contragolpe de ese choque moral y material, la dantesca realidad de una existencia sin horizontes, la presencia de un mundo sin orillas que les permitiera rehacer sus vidas destrozadas, perdidas en el túnel preñado de sombras, como su propio espíritu.

Siempre hemos pensado, con dolor, en la angustia inenarrable de esas pobres gentes desplazadas del sitio en donde nacieron y vivieron y levantaron su hogar con el sudor de sus frentes, para caer sacrificados, en las alambradas de la miseria, en el vórtice de las ciudades, que no tienen piedad de los vencidos. En los cinturones de miseria están los delincuentes.

Perdidos los escasos bienes. El hogar deshecho. Los hijos desarrapados. El hambre royéndoles las entrañas. Mordiendo el amargo pan del destierro, porque su patria era su parcela.