Carta desde Harare | El Nuevo Siglo
Domingo, 26 de Noviembre de 2017

“Hay pueblos que se parecen en desgracias y causas de su sufrimiento”

 

Desde los años 60 del siglo pasado -cuando la Guerra Fría salió definitivamente de Europa y empezó a mundializarse- han ocurrido más de 200 golpes de Estado en el continente africano. Muchos de ellos implicaron una ruptura en la trayectoria histórica de los países, y estuvieron acompañados de episodios más o menos sangrientos, algunos de los cuales derivaron en verdaderas guerras civiles de larga duración, cuyas secuelas aún lastran el presente y el porvenir de millones de personas.

Algo de estabilidad política trajo consigo la década de 1980 y, más adelante -con una clara correlación- el fin de la Guerra Fría. Pocas veces, sin embargo, esa estabilidad se tradujo en democratización y consolidación institucional. Más bien, implicó el enquistamiento en el poder de toda una generación de mandamases que aún hoy, después de casi cuatro décadas, rigen con férula de hierro y en provecho propio el destino de sus pueblos.  Teodoro Obiang (en Guinea Ecuatorial, desde 1979), Yoweri Museveni (en Uganda, desde 1986), Joseph Kabila (en la República Democrática del Congo, inmediato sucesor de su padre desde 2001), pertenecen a este selecto y ominoso club de autócratas, que encabezaba el nonagenario zimbauense Robert Mugabe, hasta que, hace una semana, fuera depuesto por un “golpe inteligente”.

¿“Golpe inteligente”?  Sí.  Un golpe progresivo e incruento, orquestado asépticamente desde el propio interior del establecimiento, y cuya conclusión ha sido la renuncia del presidente (¡ya de facto derrocado!) en el marco de la más estricta “legalidad” -previa su destitución como líder del partido, y tras una cuidadosa puesta en escena en la ceremonia de graduación de una universidad-, con plenas garantías de integridad (y también de impunidad) para él y su familia, y en particular, para su esposa y frustrada sucesora, Grace Mugabe,

¿“Golpe inteligente”?  Sí.  Un golpe que cosechando el descontento popular resultante de la deriva económica de los últimos años, y aprovechando la incomodidad que había empezado a generarle a su más importante patrocinador externo –China-, ha conseguido con éxito gatopardiano la sustitución de Mugabe por uno de sus lugartenientes de antaño (hace poco caído en desgracia), Emmerson Mnangagwa, también conocido como “El Cocodrilo”.

¿“Golpe inteligente”?  Sí.  Un golpe que, al menos por ahora, nadie está dispuesto a cuestionar. Ni la nomenklatura de su propio partido, la Unión Nacional Africana de Zimbabue-Frente Patriótico (ZANU-PF), que no tiene nada que perder con el “Equipo Lacoste” que ahora manda en Harare. Ni la oposición democrática, o lo que queda de ella, que aunque sin mucha esperanza, está por ahora a la expectativa.  Ni la “comunidad internacional”, para la cual Mugabe era poco menos que un paria del que ya había que deshacerse. Ni siquiera sus camaradas de Guinea Ecuatorial, Uganda, Ruanda o la República Democrática del Congo, porque entre otras cosas, hace rato tomaron las precauciones que Mugabe no supo tomar oportunamente.

“Golpe inteligente”, sí.  Pero no por eso auspicioso para 14 millones de zimbauenses a quienes, en principio, el cambio de inquilino en el palacio presidencial no les resuelve ninguno de sus aprietos cotidianos, ni les devolverá el tiempo perdido, ni los recursos dilapidados de la nación que otrora fuera considerada la promesa emergente del continente, la “Suiza de África”.

Dice Tolstoi, no más comenzar la historia de Anna Karenina, que “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Y sin embargo, ¡cuánto se parecen a veces los pueblos unos a otros en la experiencia de sus desgracias y en las causas de su sufrimiento! Venezuela y Zimbabue, por ejemplo.  Acaso por eso Hugo Chávez no tuvo reparo en ofrecerle a Mugabe una vez su apoyo “moral y político”. Acaso por eso le rindió homenaje -como a muchos más de su ralea- con la espada de Bolívar. Ojalá no tengan los venezolanos que esperar 40 años, como los zimbabuenses, para volver a tener, a falta de esperanza, aunque sea una expectativa.  

* Analista y profesor de Relaciones Internacionales