Ordalías | El Nuevo Siglo
Martes, 27 de Septiembre de 2022

Hace unos días, un montón de gente cerró el tránsito en Los Ángeles.
Por supuesto, crearon un ambiente caótico y estresante.
En seguida, se dedicaron a practicar maniobras automovilísticas exhibicionistas.
No se trataba de una manifestación colectiva basada en asuntos gremiales o sectoriales.
No era una iniciativa política o partidista, basada en intereses o ideologías.
Tampoco era una causa social basada en derechos civiles, o en asuntos vecinales.
Ellos no se conocían, no habían tenido contacto permanente, ni estaban liderados por algún mesías o dirigente establecido.
Tan solo respondían a señales, al mensaje de convocatoria electrónica, abierta, ilimitada.
Lo cierto es que el acto público duró tan solo unos cuantos minutos ; suficientes, claro, para sembrar el desconcierto
Cuando la policía trató de entender lo que sucedía y se movilizó al área, los activistas se diluyeron, se escabulleron como si nada hubiese acaecido.
Pero, coordinados espontáneamente mediante esas redes sociales, muchos de ellos reaparecieron en minutos.
Lo hicieron en otro sector, esta vez para saquear en segundos una tienda de la cadena ‘Seven Eleven’.
Llegaron en enjambre, penetraron el local, agredieron a los empleados y se llevaron cuanto pudieron.
Sin entender lo que estaba sucediendo, y mucho menos la conexión entre uno y otro evento, la policía llegó al área pero no encontró nada, ni a nadie. 
De hecho, se trata de las movilizaciones relámpago, las ‘flash mobs’.
Estudiadas cuidadosamente por sociólogos de la comunicación política, han irrumpido desde hace varios años en muchos países.
Se trata tan solo de encuentros colectivos repentinos, esporádicos, fugaces e inconexos.
A alguien se le ocurre una idea, lanza la el mensaje ( a tal hora, en tal sitio, con el fin de ejecutar esta u otra acción específica).
Durante mucho tiempo, estas iniciativas fueron simples explosiones de júbilo.
Fueron, incluso, expresiones “artísticas”: coreografías, aleteos, pintadas, algarabías.
Pero, ahora, la tendencia es otra.  Se asocia a intenciones destructivas sobre bienes públicos y privados.
Viene a ser algo así como una catarsis de agresión, una liberación de energías reprimidas en clave de caos y peligro.
Amparados en la acción de grupo, logran que la ordalía y la asonada amparen al individuo, con lo cual, evitan la simple atribución de responsabilidades individuales.
Se trata de una manifestación más de la desaparición de las auténticas redes sociales, aquellas de carne y hueso que mediaban entre lo político, lo individual y lo institucional.
Es un adiós progresivo a esas redes sociales de apoyo, reivindicadoras, o desafiantes, pero en todo caso  basadas en la interacción cara a cara, en intereses concretos y en propósitos dialogados y convenidos.
Desconcertadas, las autoridades hablan de “incidentes delictivos oportunistas” y piden la colaboración comunitaria para identificar a los transgresores. 
Pero, ¿cómo prevenir, impedir, controlar o perseguir a un rayo, a una centella?
vicentetorrijos.com