Asesinato de líderes o el fracaso del posconflicto | El Nuevo Siglo
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Domingo, 8 de Julio de 2018
Unidad de análisis
Tras la escalada de muertes de activistas comunitarios, de derechos humanos, comunales y de víctimas de desplazamiento hay dos hechos claros: primero, no existe sistematicidad en cuanto a móviles, autores materiales ni intelectuales. Por el contrario, los victimarios y las causas son muy distintos, a diferencia del genocidio de la UP. Y, segundo, el Estado no recuperó el control de las zonas dejadas por las Farc, que quedaron en manos de Eln, disidencias, Bacrim y hasta mafias políticas locales, que pelean por narcotráfico, minería ilegal y otros negocios ilícitos, y matan a cualquiera que se les atraviese. Ahí está la génesis real de la tragedia actual

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“… Los discursos de paz en Bogotá no sirven para acallar la violencia en las regiones”. Esa frase lapidaria es del director de una ONG del Cauca cuyos integrantes no solo han recibido amenazas sino que dos han tenido que abandonar la región para evitar ser asesinados.

¿Quiénes los amenazan? “Depende”, responde cauto el vocero de la ONG, cuya identidad se mantiene en reserva por obvias razones de seguridad. “… No hay un solo victimario, hay muchos, que se entremezclan o pelean entre ellos… O que en algunas ocasiones intimidan y atacan a los líderes campesinos, veredales, comunitarios, comunales y activistas de causas de derechos humanos, de restitución de tierras, solo para echarle la comunidad y las autoridades encima a sus rivales en el narcotráfico, la minería ilegal, el contrabando, los ‘gota a gota’… Disparan desde muchos lados y nosotros, los civiles, no hacemos sino poner los muertos”, agrega.

Testimonios similares se pueden escuchar en muchas zonas del país en donde los líderes sociales están siendo asesinados, amenazados o atacados día tras día. Las cifras de esta racha mortal son muy disímiles, sin embargo todas evidencian gravedad extrema.

Por ejemplo, Indepaz asegura que 385 líderes sociales y defensores de derechos humanos fueron asesinados en Colombia entre enero de 2016 y el 15 mayo de este año. Sólo en los primeros cuatro meses y medio de 2018 el saldo mortal asciende a 118 activistas. La Defensoría del Pueblo, a su turno, sostiene que entre el 1 de enero de 2016 hasta el 30 de junio último, fueron asesinadas 311 personas que se dedicaban a estas lides. Las estadísticas de la Policía, por el contrario, sostienen que desde la firma del acuerdo de paz con las Farc, en el segundo semestre de 2016, son 178 las muertes.

A esta racha mortal hay que sumarle los casos ocurridos esta semana en Nariño, Cauca, Antioquia y Bolívar, lo que generó una ola de críticas y llamados al Gobierno saliente para que redoble las medidas de protección a los líderes amenazados o en situación de vulnerabilidad.

Para la ONU es claro que el recrudecimiento de la violencia afecta las condiciones para una verdadera paz estable y duradera, ya que los habitantes de las regiones más afectadas por el conflicto armado son quienes están vulnerables a las múltiples violaciones a sus derechos colectivos e individuales, principalmente en Antioquia, Arauca, Cauca, Chocó, Córdoba, Nariño, Norte de Santander y Valle del Cauca, sin contar el resto del territorio que también se está viendo gravemente afectado.

 

Distintos móviles

¿Por qué las cifras disímiles? Hay varias explicaciones. Las autoridades oficiales sostienen que hay casos en donde se ha podido comprobar que los asesinatos y atentados no tuvieron origen en la labor social o derechos humanos de las víctimas, sino en asuntos de orden personal, pasional, de negocios, riñas intrafamiliares o, incluso, al ser blanco de la delincuencia común.

Obviamente para los familiares de las víctimas esta clase de explicaciones oficiales no tienen mucha credibilidad y, por el contrario, acusan al Gobierno de querer esconder lo que consideran como una estrategia sistemática, deliberada y de alcance suprarregional en contra de los líderes sociales. Es más, para varios analistas la cantidad de muertes es tan alta y los ataques tan frecuentes que podría hablarse ya, incluso, de una especie de “genocidio”, similar el de la Unión Patriótica décadas atrás.

Sin embargo, los estudios de las autoridades militares, policiales y de la propia Fiscalía sobre las características de las víctimas, las causas que defendían y las hipótesis que se tienen sobre los posibles móviles y autores materiales e intelectuales en cada caso, evidenciarían que no se trata de una estrategia criminal de alcance y dimensión nacional. En otras palabras, que no hay una organización delictiva que tenga como modus operandi, sistemático y deliberado atacar a esta clase de líderes en todo el país, como sí ocurrió con la cruzada mortal contra la UP, que era comandada por los paramilitares y sectores de ultraderecha.

¿Entonces? La hipótesis más aceptada al respecto es que la mayoría de las víctimas fueron atacadas por los nichos delincuenciales locales o regionales. Una teoría que se basa, incluso, en los testimonios de quienes alcanzaron, antes de ser asesinados, a denunciar que eran blanco de amenazas. Y también por los mensajes e intimidaciones que dejan los violentos tras cada crimen.

“… Hay casos en donde los victimarios se encargan de hacerle conocer a los familiares, comunidades e incluso a otros líderes que tal o cual fue asesinado por ‘meterse en lo que no debía’ u oponerse a las actividades de narcotráfico, o de minería ilegal, o de contrabando, o de extorsión y secuestro, o de reclutamiento de jóvenes por guerrilla, disidencias de Farc o bandas criminales; o por involucrarse en procesos de restitución de tierras a desplazados, o por denunciar ante la Policía a delincuentes comunes o el robo de los recursos públicos… Reivindicar los crímenes de esta manera tiene por objetivo atemorizar a la población, mantenerla subyugada bajo un continuo régimen del terror y evitar que otros líderes tomen las banderas del asesinado”, explicó a EL NUEVO SIGLO una alta fuente policial.

Indicó que una prueba de que hay muchos victimarios y causas en los crímenes contra los líderes sociales es la dispersión geográfica de los asesinatos.

“… En algunas poblaciones hay narcos pero no minería ilegal, o viceversa… En otras ni lo uno ni lo otro, el problema en realidad es que los desplazados han regresado a sus tierras por la Ley de Restitución o están en proceso de reclamación y por eso los tenedores ilegales de los predios los atacan… Hay casos en donde ha sido la guerrilla del Eln o las disidencias de las Farc las que atacan a los presidentes de juntas de acción comunal o líderes comunitarios porque denuncian el rearme o la presencia subversiva o el reclutamiento forzado de menores… Hasta se sospecha de prestamistas de ‘gota a gota’ en algunos casos y de bandas de microtráfico en otros… Hay denuncias en las que se señala incluso a promotores o beneficiarios locales de proyectos viales, hidroeléctricos y de infraestructura que atacan a quienes se oponen a los mismos… También se acusa a mafias políticas locales puestas al descubierto por veedores ciudadanos”, agregó la fuente policial consultada.

El propio fiscal general Néstor Humberto Martínez, advertía en diciembre pasado, en un foro en el Congreso denominado “Crímenes contra la paz”, que había “una multicausalidad en el origen de las amenazas, de los asesinatos y de las afectaciones a la integridad de estos líderes sociales”, por lo que no es posible hablar de un factor único que las motive.

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Esclarecidos 50%

En un informe presentado el viernes pasado, la Fiscalía sostuvo que de los 178 líderes sociales que han sido asesinados entre 2016 y 2018, según el listado de la ONU, se ha establecido la autoría de los homicidas en el 50% de los casos.

Por ello, han sido capturadas 184 personas, imputadas de esos crímenes, y, en total, se han vinculado 211 a las investigaciones.

Los resultados presentados por la Fiscalía muestran que los perpetradores de estos crímenes son, en mayor importancia, miembros del Clan del Golfo y de “Grupos de Delincuencia Organizada”, que se dedican al cultivo y tráfico de drogas y al narcomenudeo. 

Al destacar los resultados obtenidos por la Fiscalía, dijo Martínez Neira que de los 88 casos esclarecidos, en 16 ya hay sentencias condenatorias; 36 procesos se encuentran en etapa de juicio y en 22 adicionales ya se surtió la audiencia de imputación, aparte de 14 capturas que están en fase de indagación.

 

Esfuerzo insuficiente

Ahora bien, el hecho de que no exista una estrategia sistemática y de alcance nacional para atacar a estos líderes, no hace menos grave lo que está ocurriendo en Colombia.

Y, como es apenas obvio, todas las miradas se dirigen de inmediato al Estado y su impotencia para frenar esta racha criminal que, dicho sea de paso, se viene denunciando desde hace más de dos años sin que las constantes medidas de choque adoptadas por el Gobierno desde el punto de vista militar, policial, judicial e institucional hayan dado resultados. Por el contrario, con el pasar de los meses el número de víctimas ha ido aumentando.

Es una situación bastante compleja toda vez que las autoridades sí han tratado de ampliar lo más posible las medidas de protección sobre los líderes amenazados o en situación evidente de peligro. Una prueba de ello es que la Unidad Nacional de Protección (UNP) ampara anualmente, en promedio, a más de 5.000 colombianos entre defensores de derechos humanos y líderes sociales. A ello se suma que se creó un programa de protección especial para los desmovilizados de las Farc y los integrantes su nuevo partido político, que actualmente presta seguridad a 230 personas.

A ello se suma que ya se activó desde un tiempo la Comisión Nacional de Garantías de Seguridad, que tiene por objeto coordinar toda la política de protección a líderes sociales, activistas de derechos humanos y desmovilizados. Es más, este martes habrá una nueva reunión para evaluar lo que pasó con los asesinatos de esta última semana en Cauca, Nariño y Antioquia.

Sin embargo, cada vez que ocurre un ataque a un líder social la queja recurrente e inmediata es que el Estado fue ineficaz para garantizarle su derecho a la vida y que incluso la víctima había pedido medidas de protección pero estas no le fueron aplicadas a tiempo o las que le dieron, como armas de porte personal o chalecos antibalas, resultaron insuficientes para evitar su muerte.

Desde la orilla de las autoridades se ha replicado que, en algunas ocasiones, las personas asesinadas nunca denunciaron amenazas ni situación de riesgo. También se ha dicho que en varios casos víctimas que sí denunciaron y se les ofreció reubicación en sitios seguros, rechazaron esas medidas y prefirieron arriesgarse en sus casas y pueblos. Hasta se han dado situaciones en donde la persona protegida no hace caso de las recomendaciones de seguridad y cautela en desplazamientos a sitios veredales o espacios públicos…

Sin embargo, como se dijo, cualquier excusa que el Gobierno o las autoridades expongan resulta claramente débil frente al aumento de la racha criminal contra los líderes sociales.

Por ejemplo, tras varios atentados contra líderes en Nariño y, sobre todo, en Tumaco en marzo pasado, el propio procurador general Fernando Carrillo cuestionó el que llamó “fracaso” del sistema de protección de líderes sociales y exhortó al Estado a tomar acciones que vayan más allá de la retórica y las buenas intenciones.

Es más, el jefe del Ministerio Público advirtió sobre la aplicación de la Directiva 002 del 14 de junio de 2017 a los funcionarios públicos que por acción u omisión hayan incumplido su deber de servir de garantes del derecho a la vida de los líderes sociales.

Incluso hasta el propio presidente Santos pareció desesperarse esta semana con la seguidilla de asesinatos y le dio un jalón de orejas a la Fuerza Pública al respecto.

Durante su gira por Tumaco el jueves pasado, que se dio apenas unas horas después del asesinato de Margarita Estupiñan, presidenta de una Junta de Acción Comunal de esa población, el Jefe de Estado ordenó al Ministro de Defensa el traslado de los Inspectores del Ejército y la Policía para “supervisar qué es lo que está sucediendo y cómo está reaccionado la Fuerza Pública” frente a los hechos en los que han sido ultimados líderes sociales.

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Descontrol territorial

Visto todo lo anterior, es claro que si bien no hay un elemento sistémico detrás de la racha de asesinatos de líderes sociales, comunitarios y activistas de derechos humanos, las medidas adoptadas por el Estado para frenar esta grave situación han resultado, por acción u omisión, insuficientes.

¿Qué hacer? Esa es la pregunta del millón. Sin embargo, para varios analistas la única forma de acabar con esta tragedia es atacar su génesis, que no es otra que la incapacidad del Estado, en especial de las autoridades administrativas, militares, policiales y judiciales, para imponer la autoridad institucional en todos los rincones del país.

Y es allí en donde se pone bajo la lupa el acuerdo de paz con las Farc, su accidentada implementación y la imposibilidad de que el llamado “posconflicto” se haya cimentado a nivel regional y local.

No en pocas ocasiones se advirtió que si bien el acuerdo de paz se firmaba en Bogotá, su aplicación real y efectiva debía darse en las regiones. Sin embargo, está claro que tras el desarme, hace un año, de más de 6.000 hombres-arma de las Farc, el Gobierno y la Fuerza Pública fallaron gravemente en copar de forma permanente y efectiva los territorios que dejó libres esa facción desmovilizada.

Ese yerro estratégico en materia de control territorial integral fue lo que permitió que la guerrilla del Eln, las bandas criminales emergentes o de amplio espectro (tipo “Clan del Golfo”), los carteles del narcotráfico y las propias disidencias de las Farc se ‘tomarán’, algunas veces a sangre y fuego, esos corredores municipales y extensas zonas departamentales. Así las cosas, aunque se sacó del espectro criminal a un actor, otros casi de inmediato lo reemplazaron en el control del espectro delictivo residual.

Una prueba de cómo el reciclaje de la violencia en las zonas dejadas por las Farc tiene directa relación con la racha de asesinatos de los líderes, es que gran parte de las muertes y atentados se han dado, precisamente, en zonas de alta densidad de narcocultivos, rutas de narcotráfico, enclaves de minería ilegal y contrabando de armas. Nariño, Cauca, Antioquia y el Catatumbo, son ejemplos evidentes.

Según el ente acusador, en su informe del viernes pasado, “la nueva dinámica delictiva en los territorios de consolidación, luego del abandono de las armas por parte de las Farc, está caracterizada por el surgimiento y fortalecimiento de organizaciones delincuenciales, que son verdaderos ejércitos al servicio del narcotráfico. Esto ha generado nuevos conflictos en las zonas donde hacen presencia estas bandas, las cuales luchan por su posicionamiento y consolidación a través del control de los cultivos ilícitos y además de buscar mantener el dominio de los corredores del narcotráfico. Las regiones más afectadas por estas nuevas dinámicas son particularmente Cauca y Antioquia, donde se está experimentando una mayor afectación a los líderes sociales”.

“En los territorios de narcocultivos y corredores del narcotráfico, la situación es dramática y preocupante. En el bajo Cauca antioqueño, por ejemplo, el homicidio está creciendo en año corrido un 164%, y durante el primer semestre de 2018, el homicidio creció 47% en Antioquia”, afirmó el Fiscal el viernes pasado.

No hay que olvidar que, precisamente en paralelo al acuerdo de paz y como resultado de la negociación en La Habana sobre la lucha contra el narcotráfico, se creó una especie de incentivo perverso al anunciar que el Gobierno pagaría a los pequeños cultivadores de hoja de coca, marihuana y amapola por destruir los sembradíos ilegales. A ello se sumó la suspensión de fumigaciones aéreas con glifosato y la menor operatividad de la Fuerza Pública por cuenta de la tregua con las Farc.

La combinación de estos tres elementos llevó a que, en menos de cuatro años, se pasara de 43 mil hectáreas de narcocultivos en 2013 a 209 mil al cierre de 2017, en un retroceso antidroga sin precedentes y un fracaso evidente del saliente gobierno en la materia. Es más, hoy Colombia está en condiciones de exportar más de 900 toneladas de droga al año, en tanto que la drogadicción a nivel interno se disparó.

Es claro, entonces, que detrás del auge del narcotráfico y la minería ilegal, así como de otros fenómenos delictivos locales y regionales, y hasta del robo de recursos públicos y carteles de contratación, se ubicaron no sólo el Eln, las disidencias de las Farc y las bandas criminales, sino también bandas de delincuencia común y las redes de políticos corruptos. Todos estos actores criminales no admiten oposición a sus actividades y ven en los líderes sociales, comunitarios, veedores ciudadanos y activistas de derechos humanos un obstáculo a su predominio criminal, de allí que los consideren enemigos y procedan a matarlos o intimidarlos.

De esta forma, entonces, queda claro que la racha de crímenes contra estos líderes no sólo pone en riesgo el proceso de paz y la aclimatación del posconflicto, sino que es consecuencia directa de las falencias del pacto mismo, los errores crasos en la implementación y, sobre todo, la deficiencia del Estado para hacerse con el control real e institucional de las zonas dejadas libres por las Farc.

La paz regional y local era, sin duda alguna, el objetivo principal del acuerdo de paz firmado con la guerrilla más grande y antigua del país. Sin embargo, aunque se suscribió el acuerdo y esta se desmovilizó, no se recuperó la soberanía territorial en materia de presencia y ejercicio estatal legítimo y permanente. Por el contrario, se dejó ese campo libre para que otros actores armados, nuevos o viejos, entraran a reciclar la violencia y seguir sometiendo a la población al imperio de la ‘ley del más fuerte’ y criminal.

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¿Qué hacer?

Visto lo anterior, parecería evidente que la única forma de frenar la escalada de crímenes contra estos líderes es que el Estado haga lo que no hizo en materia de posconflicto: reestablecer la supremacía institucional en todo el territorio y reducir a las demás facciones de delincuencia organizada y común. Obviamente en el papel suena lógico, pero es claro que lograrlo en el día a día, en cada vereda, corregimiento, municipio, región o departamento, es muy complicado.

¿Cómo hacerlo? Para el fiscal Martínez frente a las amenazas contra estas personas en distintos territorios del país se requería adoptar políticas públicas integrales que fortalecieran la presencia institucional en las regiones y que garantizaran efectivamente los derechos colectivos. Para ello es importante generar confianza entre las comunidades como mecanismo clave para la consolidación de una cultura de legalidad.

Sin embargo, desde el campo penal, precisamente mañana el presidente Santos sancionará una ley propuesta por la Fiscalía mediante la que se tipifica por primera vez el delito de amenaza contra líderes sociales y defensores de derechos humanos, que tendrá una pena de entre 6 y 10 años de prisión.

Todos tienen razón pero no por ello es fácil de llevar a la realidad esas recomendaciones. Quizá el comienzo de la solución esté en lo que piensa la Defensoría: hay que ir a las veredas, corregimientos, municipios y regiones departamentales, y allí, sobre el terreno, identificar a los líderes, medir su nivel de riesgo y aplicar de inmediato las medidas de protección.

Ello puede redundar en disminuir la racha de asesinatos, pero para acabarla será necesario que, pueblo por pueblo, el Estado haga presencia real y efectiva desarticulando los nichos delictivos más peligrosos, empezando por el narcotráfico, la minería ilegal, la corrupción en el manejo de lo público y el reciclaje de los violentos. Mientras ello no ocurra, lamentablemente el liderazgo positivo local y regional seguirá en la mira.