En los otros zapatos | El Nuevo Siglo
Martes, 11 de Junio de 2019

José Joaquín Caicedo Mallarino es un afamado mastólogo, autoridad médica en el tratamiento del cáncer de seno, patología a la que ha dedicado la mayor parte de su vida profesional y a la que ha aportado desde la academia y desde el ejercicio profesional que lo ha llevado desde las aulas universitarias hasta la fundación de la Clínica del Seno del Centro de Oncología de la Clínica del Country en Bogotá.

El doctor Caicedo acaba de publicar un libro con el extraño título de “Queriendo pasar desapercibido, casi muero en el intento” en el que ajusta algunas cuentas. Con laboratorios Pfizer, el mismo laboratorio acusado de ocultarle a la comunidad científica sus desarrollos investigativos sobre el Alzheimer, que despidió injustamente a su esposa después de haber casi culminado una investigación sobre un nuevo producto oncológico. Con la organización Sarmiento Angulo que le quitó dos apartamentos. Con algunos familiares y con el sistema de salud y sus protocolos inamovibles, algunos sin sentido humano.

Al mejor estilo del libro “A Taste of My Own Medicina” (Una prueba de mi propia medicina) del Dr. Eduard E. Rosenbaum, que dio origen a la película “El Doctor” (1991), el médico José Joaquín Caicedo también cuenta, y es lo más valioso de su libro, su tránsito de médico genio a paciente común por cuenta de una cirugía programada que terminó derivando en una grave patología cardiaca.

El libro se convierte en un ameno relato contra la arrogancia médica y académica, contra la deshumanización de las enfermeras y hasta en contra de la arquitectura hospitalaria, casi más dedicada a estimular el sufrimiento inherente a la enfermedad que a dulcificar la estadía en esos fríos edificios que a juicio del Dr. Caicedo, deberían llamarse inhóspitales.

Caicedo sufrió desde los problemas estructurales de la escasez o desidia en el servicio, nadie atina a definirlo exactamente, de ambulancias en Bogotá, hasta la falta de cultura ciudadana cuando se avista un vehículo de esos con todas sus luces y sirenas de emergencia encendidas tratando de buscar un resquicio en el tráfico bogotano para llegar rápido al tratamiento que salve una vida. Detalles tan pequeños, pero tan significativos para un paciente, como el del tiempo que se toman para suministrarle un manta al indefenso y semi o completamente desnudo y asustado enfermo. O esas pequeñas maldades de las enfermeras que ante cualquier mínimo reclamo sobre la calidad de su servicio, se vengan, en el caso del autor, sometiéndolo a una rasurada radical e innecesaria, o pinchándolo más veces de las necesarias o más fuerte de lo acostumbrado.

El autor sugiere un cambio en los reglamentos de visitas para que el amor familiar alivie el espíritu del cuerpo que sufre y acabar, entre otras cosas, con ese color monótonamente blanco de los techos de las Unidades de Cuidado Intensivo que termina siendo el único lugar al que muchos pacientes pueden ver en sus peores horas. No se trata de convertirlas en la Capilla Sixtina, pero algo de color o de imágenes ayudaría.

Ponerse en los zapatos del otro, es en este libro más que una frase retórica.  

@Quinternatte