Con estos jueces… | El Nuevo Siglo
Martes, 4 de Junio de 2019

En 1936 se publicó la primera edición de un libro -luego han seguido cientos de ellas-, que se llama El elogio de los jueces, cuyo autor fue un abogado italiano, Piero Calamandrai, verdadero jurista de los que ha habido tan pocos. Es una obra que habla fundamentalmente de las relaciones entre abogados y jueces, y en la que de una manera gratísima de leer se deslizan consejos y comentarios sobre lo que deben ser y se espera que sean los jueces.

Para el juez, dice Calamadrei, “sentencia y verdad deben en definitiva coincidir; [porque] si la sentencia no se adapta a la verdad [ésta quedará reducida] a la medida de su sentencia”. Y agrega el autor de “El elogio de los jueces”: “Difícil es para el juez hallar el justo punto de equilibrio entre el espíritu de independencia respecto de los demás y el espíritu de humildad ante sí mismo; ser digno sin llegar a ser orgulloso, y al mismo tiempo humilde y no servil; estimarse tanto a sí mismo como para saber defender su opinión contra la autoridad de los poderosos o contra las insidias dialécticas de los profesionales, y al mismo tiempo tener tal conciencia de la humana falibilidad que esté siempre dispuesto a ponderar atentamente las opiniones ajenas hasta el punto de reconocer abiertamente el propio error, sin preguntarse si ello puede aparecer como una disminución de su prestigio. Para el juez, la verdad ha de significar más que la prepotencia de los demás, pero más también que su amor propio”.

Yo, que fui juez internacional por veinticinco años, doy fe de lo difícil que es administrar justicia y, sobre todo, no dejarse llevar por inclinaciones personales o cantos de sirena. El juez tiene que separarse de “sus propias opiniones políticas, su fe religiosa, su condición económica, su clase social, sus tradiciones regionales o familiares y hasta sus prejuicios y fobias".

Los jueces poseen un “poder mortífero -dice Calamadrei-  que, mal empleado, puede convertir en justa la injusticia, obligar a la majestad de las leyes a hacerse paladín de la sinrazón e imprimir indeleblemente sobre la cándida inocencia el estigma sangriento que la confundirá para siempre con el delito”. La justicia exige distinguir entre lo justo y lo injusto, siempre, por supuesto, con el derecho -que es precisamente la ciencia de lo justo- en la mano, pero con suficiente independencia para, llegado el caso, abstenerse de aplicar la ley injusta.

El libro fue escrito cuando en los colegios se enseñaba religión y en las universidades ética.

“Hoy todo cuán distinto” como dijo el poeta. Los que nos formamos en la vieja escuela, nos escandalizamos de lo que se llama “justicia” en Colombia, no la de los jueces de pueblo sino la de las altas magistraturas. El “cartel de la toga” era inimaginable cuando fui magistrado suplente en la Corte Suprema, pocos años antes de que el M19 la quemara. Y, por supuesto, lo que surgió de la Constitución del 91 y del esperpento de la Corte Constitucional. Cuántos abusos se han cometido en la “interpretación” de la Constitución que la Corte entiende como el derecho a modificarla y cuántas “normas” han invadido las áreas de otras ramas del poder. ¿Hay intereses inconfesables?

Negar las objeciones de Duque a la Ley Estatutaria de la JEP con un falso argumento matemático, hace nugatoria la facultad del Comisionado para impedir que terceros no vinculados al conflicto evadan la extradición, y hace que la disposición del Acuerdo que castiga los delitos posteriores a la fecha del mismo naufrague en las manos de la JEP.