El país de las reformas fallidas | El Nuevo Siglo
Foto archivo El Nuevo Siglo
Domingo, 12 de Mayo de 2019
Unidad de análisis
Con una diferencia de cinco meses se hundieron en el Congreso los proyectos de ajuste a la justicia y la política. ¿De quién es la culpa? ¿Por qué los poderes públicos se niegan a depurarse? ¿Hay que insistir en el Parlamento o ir al constituyente directo?

___________

Los optimistas suelen decir que “la esperanza es lo último que se pierde”. Sin embargo, para el caso de los proyectos de reforma política y judicial parece que ese refrán popular pierde efectividad.

Esta semana, por ejemplo, tras debatir en quinto debate el acto legislativo de reforma política y electoral presentado por el gobierno Duque en agosto del año pasado, y que logró superar primera vuelta a mediados de diciembre, la ministra del Interior, Nancy Patricia Gutiérrez, anunció que el Ejecutivo desistía de esa iniciativa que estaba en la Comisión Primera del Senado.

Tras advertir el riesgo de un posible vicio de inconstitucionalidad entre lo aprobado en cuarto y quinto debates, la Ministra dijo que no tenía sentido seguir discutiendo un proyecto sin “dos figuras importantísimas: la lista cerrada para acabar con la corruptela en la política y la participación del 50% de las mujeres en política”.

“… El país está esperando una reforma contundente y no una reforma que solamente lleve dos o tres artículos, sin mayores posibilidades de reformar y transformar la política. No vale la pena continuar con su trámite”, puntualizó.

Lo cierto es que el Ejecutivo ya venía pensando que ante la desfiguración grave del proyecto, lo mejor era darle un ‘entierro de tercera’. Poco quedaba de ese espíritu inicial de la reforma que planteaba listas cerradas obligatorias, únicas y bloqueadas, con un componente paritario de género. También se morigeró lo relativo a mecanismos de democracia interna partidista y el registro efectivo de militantes y afiliados. Se le metió mano a otros artículos sobre doble militancia, financiación estatal de campañas y nuevas reglas para personería jurídica de partidos y grupos significativos de ciudadanos. No cuajaron los cambios en la composición y sistema de elección del Senado (sobre todo la modificación a la controvertida circunscripción nacional). Tampoco verá la luz la propuesta que establecía que nadie podría ser elegido para más de una corporación o cargo público si sus periodos coinciden. La prohibición de elegirse por más de tres periodos en Senado, Cámara, Asamblea, Concejo o JAL sigue viva pero en uno de los proyectos derivados de la consulta anticorrupción del año pasado.

¿Culpa de quién?

Para algunos senadores el Gobierno es el gran responsable toda vez que desde los primeros cuatro debates no tuvo el margen de maniobra política para evitar que el articulado original del proyecto sufriera fuertes recortes.

Para otros parlamentarios, la culpa mayor es de los senadores y Representantes que no solo habían ‘peluqueado’ la reforma drásticamente, sino que, además, le colgaron un ‘súper mico’ que daba pie a que los congresistas pudieran direccionar el 20% del presupuesto anual de inversión. Esto implicaría, para el caso de 2019 por ejemplo, que mediando el concepto del Departamento de Planeación Nacional, pudieran sugerir a qué obras, proyectos y programas destinar más de $9 billones. No en vano en algunos sectores se calificó este artículo, elegantemente bautizado de “Inversión de Iniciativa Congresional”, como una especie de “mermelada 2.0” o “súper mermelada”.

Para otros congresistas y analistas el gran error fue tramitar una reforma política y electoral de forma paralela a la campaña para los comicios regionales y locales de octubre próximo, pues no era conveniente cambiar sobre la marcha las reglas del juego partidistas y proselitistas. Por ejemplo, eliminar ahora el voto preferente es claro que conviene a algunas bancadas pero a otras no. Esa circunstancia contaminó el trámite y viabilidad del proyecto.

No deja de ser paradójico, sin embargo, que cuando las reformas se han tramitado en épocas no electorales también se alega que tal o cual partido quiere cambiar las reglas para sacar ventaja en los comicios a mediano plazo o debilitar a sus rivales más directos.

Más allá de todo ese rifirrafe, para no pocos sectores lo que se evidenció con el hundimiento de este proyecto -que era bandera de la Casa de Nariño- es que el Parlamento y los partidos no quieren autorreformarse, pese a las falencias evidentes en materia de transparencia electoral, falta de democratización de las colectividades, un Código Electoral desueto, bajas tasas de participación de la mujer en política, vacíos en el control efectivo a las fuentes de financiación…

Si bien, desde que está vigente la Carta del 91 casi todos los gobiernos han presentado en su momento proyectos de reforma política y electoral, al igual que se han tramitado otro tanto de iniciativas de origen parlamentario, resulta claro que la mayoría se hundieron o terminaron siendo aprobadas de forma parcial y con normas de bajo impacto o, por lo menos, insuficientes para depurar el ejercicio de la política. No de otra manera se explica que la politiquería, el fraude y otros vicios aún subsisten.

 

La judicial también naufragó

Pero si a los intentos de reforma política en el Congreso no les ha ido bien, peor suerte corrieron los que buscaron aplicar una reingeniería a la Rama Judicial, sin duda, el poder público menos ajustado desde que entró a regir la arquitectura creada por la Carta del 91.

Al gobierno Duque este Parlamento ya le hundió un proyecto al respecto. Fue a comienzos de diciembre pasado, en la Comisión I de la Cámara, en tercer debate, en medio de un insólito cruce de citaciones a sesionar entre esa célula congresional y la plenaria.

Según se dijo entonces, la iniciativa naufragó no solo porque el proyecto de reforma tributaria (llamado Ley de financiamiento) había creado un candente ambiente político en el Congreso, sino porque algunos partidos estarían condicionando su apoyo a la reforma judicial a cambio de cuotas burocráticas, lo que fue negado por todas las bancadas tanto oficialistas, independientes y de oposición.

También se señaló que parte de la responsabilidad del fracaso de la reforma era de la ministra de Justicia, Gloria María Borrero, que tuvo roces con distintas bancadas e incluso habría amenazado con renunciar.

ENS

Lo cierto es que la forma en que los senadores y Representantes a la Cámara le empezaron a ‘meter mano’ al articulado original fue de tal dimensión que hasta el propio presidente Duque tuvo que salir a advertir que si la iniciativa perdía su “esencia” y “coherencia” él sería “el primer colombiano que le pedirá al Congreso que no siga con su trámite, porque eso no le sirve al país”.

El hundido acto legislativo proponía un nuevo modelo de administración y gobierno de la Rama Judicial. Creaba una Comisión Interinstitucional de la Rama Judicial, una Dirección General compuesta por un Consejo Directivo y un Gerente. Además, instituía la Comisión de Carrera Judicial. Igualmente planteaba cambios para descongestionar los despachos y agilizar la justicia, como la obligatoriedad de las sentencias de unificación, la desjudicialización de asuntos para ser resueltos por particulares y autoridades administrativas así como la habilitación del arbitraje legal.

Ya en el Senado se incluyó la limitación, por un máximo de un año, de la reclusión por detención preventiva. En cuanto a las Altas Cortes, se suprimían algunas facultades electorales y se reforzaban las inhabilidades y requisitos de edad y experiencia para ser magistrado… Todo con el objetivo de alcanzar una justicia célere, confiable, cercana y certera al servicio de los ciudadanos.

Lo cierto es que así se hundió el décimo intento de una reforma a la Justicia vía Congreso en los últimos años. Paradójicamente las últimas dos que sí pasaron no tuvieron el mejor de los destinos. Se dieron en el gobierno Santos. La primera, en junio de 2012, fue viciada en la instancia de conciliación y el articulado resultante -que incluso permitía excarcelaciones masivas- tuvo que ser hundido acudiendo a unas inéditas objeciones presidenciales a un acto legislativo. Luego, en 2015, se aprobó la llamada “reforma al equilibrio de poderes”, cuyo componente judicial terminó siendo luego ‘tumbado’ en forma sustancial por la Corte Constitucional debido a evidentes vicios de forma, trámite y hasta de sustitución de la Carta Política.

 

¿Directo a ciudadanía?

Así las cosas, el interrogante que surge es si el Congreso es el escenario adecuado para tramitar reformas a los sistemas político y judicial, estando tan diagnosticadas las grandes y graves fallas en cada uno de ellos.

Para algunos congresistas y expertos, se ha intentado tantas veces esta reingeniería que, sea cual sea la causa del hundimiento de la seguidilla de proyectos, la única alternativa viable para concretar dichas reformas sería convocar una constituyente de temario limitado a estos dos ámbitos. Sin embargo, de inmediato surgen las alertas en torno a que estos ejercicios constituyentes “se sabe dónde comienzan pero no dónde terminan”. A ello se suma que su convocatoria exige un alto esfuerzo político, gubernamental y partidista para conseguir el umbral electoral de aprobación en las urnas. Y aquí el riesgo de que el populismo y el radicalismo político y judicial se cuelen es muy alto.

También se ha planteado la opción de un referendo constitucional al respecto, pero al someter a criterio de la ciudadanía muchos artículos completos, a cual más técnicos y precisos, se corre el riesgo de que el grueso de los colombianos no entienda su propósito.

Una consulta popular -como la anticorrupción votada en agosto pasado- tiene el problema de que si es aprobada en las urnas lo que instituye son mandatos de reformas que deben ir luego, en su mayoría, al Congreso. Y allí volvemos al mismo problema. La mejor prueba es que pese a que hubo un acuerdo multipartidista para aterrizar a leyes y actos legislativos las siete propuestas anticorrupción que recibieron casi 12 millones de votos, la mayoría de las iniciativas está hoy en peligro de hundirse.

¿Entonces? Todo conduce, de nuevo, a la vía del Parlamento. De hecho, ya el Gobierno anunció que en el segundo semestre presentará otra reforma política y electoral, al igual que lo harán varios partidos. Incluso la Registraduría y el Consejo Electoral harían lo propio.

De otro lado, ya el Senado discute un nuevo proyecto de reforma judicial, esta vez de origen parlamentario. Sin embargo, en el primer debate casi se hunde por la propuesta de crear un Tribunal de Aforados para juzgar a los altos funcionarios, que finalmente no pasó. Se confirmó así que este tema (que a duras penas afecta a 200 o 300 altos cargos actuales) es el ‘sambenito’ que más se atraviesa en las últimas reformas a la justicia, pese a temas más urgentes y generales cómo reducir la impunidad y la morosidad judicial que a diario sufren millones de colombianos.

La ministra Borrero, a su turno, no descarta que el Ejecutivo lleve al Congreso en el segundo semestre otra iniciativa judicial.

Es tal la fruición que producen los proyectos de reforma a la justicia, que ya los últimos proyectos no tocan asuntos clave como la acción de tutela o el futuro del Consejo Superior de la Judicatura, que con el pasar del tiempo se volvieron los ‘cocos’ de estas iniciativas. Tampoco lo relativo a destinar un porcentaje fijo del PIB anual a la justicia o dilucidad los ‘choques de trenes’ entre las altas Cortes, entre otros temas álgidos.

¿Qué hacer?

¿Hay que perder la esperanza, entonces, en que estas reformas algún día se concreten, ya sea por vía legislativa o constituyente primario?

En el fondo el problema no es el escenario de las reformas, sino que todo se reduce a un solo concepto: voluntad institucional de los tres poderes públicos para depurarse y corregirse. Pero eso, voluntad real, es precisamente lo que ha faltado en 28 años de vigencia de la Carta del 91.

Es innegable que los proyectos de reforma política, electoral y judicial lejos de producir consensos, lo que generan es división y una competencia de facultades y prevalencias en la que unos y otros alegan que se está afectando el equilibrio de poderes y el sistema de pesos y contrapesos institucionales.

Al final, cada partido, poder público, alta corte judicial, instancia jurídica, institución electoral, gobierno y sectores políticos que aspiran a sucederlo, presionan y maniobran para que los ajustes se acomoden a sus expectativas particulares y coyunturas, más que al interés general y estatal.

Mientras no haya esa confluencia de voluntades todo será inútil y los grandes y graves males, muchos de ellos congénitos, de los sistemas político, electoral y judicial, seguirán afectando la legitimidad y credibilidad del Estado en un país que no termina de superar seis décadas de conflicto armado interno, tiene la corrupción disparada, presencia cómo la politiquería le gana la batalla a la transparencia electoral y ve día a día cómo las personas acuden a la justicia por mano propia, la intolerancia o se resignan ante la delincuencia común y organizada porque las autoridades, Fuerza Pública e instancias judiciales y penales no les resuelven sus exigencias de justicia pronta y oportuna.

Está visto que si por vía legislativa, reglamentaria o incluso acudiendo al mandato popular directo se trata de avanzar en algunas reformas, las pocas que se aprueban son parciales, insuficientes y crean una ‘colcha de retazos’ incoherente e ineficiente para concretar el Estado de Derecho. No en vano cada que se aprueba una reforma, se anuncia otra para corregirla o una demanda para tumbarla. Un viacrucis institucional interminable.