James Levine: el triste final de una carrera brillante | El Nuevo Siglo
JAMES LEVINE debutó en San Francisco en 1970. Fue la piedra de toque de su carrera.
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Martes, 23 de Marzo de 2021
Emilio Sanmiguel

A James Levine lo definía una palabra: estadounidense.

Norteamericano no; Norteamérica va de Méjico a Canadá; ya me dirán lo que tienen en común un sinaloense, un francoparlante de Quebec y un granjero de Dakota. Tampoco americano, porque esto va de Argentina a Alaska, así se hayan apropiado del gentilicio. Estadounidense hasta los tuétanos.

Nació en Cincinnati, tercera ciudad de Ohio, el 23 de junio de 1943: abuelo materno cantor de la sinagoga, padre violinista de una orquesta de baile, madre actriz; nada auguraba algo extraordinario pero sí cercanía con el arte y talento para la música: fue niño prodigio, debut a los 10 años con la Sinfónica de Cincinnati en el Concierto en Re menor para piano de Mendelssohn.

Lo excepcional es que fue adulto prodigio. Pocos lo consiguen.

El recuento de su trayectoria es similar al de muchos de sus colegas, alumno distinguido de importantes conservatorios, excelentes maestros y enfilar baterías hacia la dirección de orquesta en lugar del piano. Aprovechó bien las oportunidades, como ser, entre 1964 y 1970, primero aprendiz y luego asistente de Georg Szell en Cleveland. También hubo suerte.

En Cleveland adquirió destreza técnica y aprendió el oficio de la dirección que le permitió debutar como director de ópera en 1970.

 

La llegada a la ópera

Debutó en San Francisco en 1970. Fue la piedra de toque de su carrera. De haber continuado como director sinfónico habría sido uno más de los buenos sinfonistas de los Estados Unidos, que los hay por centenares. En la ópera se sintió como pez en el agua, su prestigio se desbordó y al año siguiente, con 28 años, llegó a la Meca lírica, la Metropolitan Opera House de Nueva York en Tosca de Puccini.

Sus apariciones allí se hicieron frecuentes y arropadas por el éxito. Parecía cortado sobremedidas para la casa: interpretaciones por fuera de duda, lo suficientemente personales y lo suficientemente respetuosas de la tradición para no indignar al conservadurismo lírico de Nueva York. Habilísimo para apoyar a sus cantantes se granjeó el respeto de coro y orquesta, confabulados para satisfacer a quien bajaba al foso sonriente, con una toalla sobre el hombro para enjugar el copioso sudor, producto del esfuerzo de su oficio que luego se traducía en aplausos cerradísimos del auditorio. No hay público más proclive a dar aplausos y propinar ovaciones como el de la Met, ovacionan cantantes antes de abrir la boca.

El teatro pagaba bien, el público aplaudía generoso y todos parecían esforzarse en darle gusto a Jimmy. El talentoso director se convirtió en James Levine, dos años más tarde fue nombrado director principal y para 1986 le crearon el cargo de director artístico.

 

Levine el industrial

Se volvió ultra poderoso. Todos se disputaban el privilegio de su amistad y protección, desde Birgit Nilsson hasta la dupla de Domingo y Pavarotti, pasando por las leyendas, Scotto, Caballé, Bergonzi, Cossotto, Te Kanawa, Freni, Verret, Bumbry, Millo, Fleming. Convocó a los mejores directores de escena, como Otto Schenk, Jean-Pierre Ponelle o Franco Zeffirelli para producir espectáculos deslumbrantes pero, sin las audacias dramático-teatrales que eran la tónica en Francia o Alemania.

Se convirtió en el director de ópera más estadounidense de todos los tiempos. A la medida de un país que tiene la rara facultad de convertir en industria todo lo que toca, como la del cine.

Lo hizo. Convirtió la Met en una industria que funciona como mecanismo de relojería. Producciones perfectas, elencos perfectos y un público entregado que sufragaba tiquetes costosísimos para permitirse el lujo de aullar de placer.

Trabajó muchísimo para conseguirlo, pero lo logró. Hizo del coro y la orquesta máquinas musicales sin precedentes, capaces de resolver hoy un Wagner y mañana un Verdi o un Puccini, hasta una ópera en la mañana y otra en la tarde. Intuyó que para colmar el aforo de 3.975 localidades del feucho teatro del Lincoln Center no podía correr riesgos: temporadas basadas en los títulos populares, de cuando en vez novedades, hasta un par de títulos barrocos y raramente algo contemporáneo.

Divas imposibles como la Norman se doblegaron a su voluntad. Ay de quien intentara poner en entredicho su poder: tras un par de berrinches Kathleen Battle fue destituida fulminantemente y su carrera se acabó. Cuando las grandes leyendas empezaron su declive, como Caballé, Bergonzi, Millo, quedaron por fuera. Sólo permanecieron quienes eran garantía de boletería agotada, como Pavarotti y sobre todo Domingo, que con su aquiescencia pudo volverse, primero director de orquesta y luego barítono.

Su prestigio saltó el Atlántico. Llegó a todos los fosos de Europa y se coronó cuando bajó al de la Colina Sagrada en Bayreuth para dirigir Wagner. A la muerte de Herbert von Karajan en 1989, estuvo en la baraja de sucesores no con pocas posibilidades, a nadie le importó que en lo sinfónico no fuera un grande.

Sería injusto no reconocer que hubo noches en las que el espectáculo devino en arte, como en 1990 con su histórico Anillo del nibelungo de Wagner, el inolvidable Idomeneo de Mozart con Pavarotti, la excepcional Aída con Millo, Domingo y Zajic.

 

La mala hora

En la cumbre de su poderío, en medio de otra ovación, el 1 de marzo de 2006 dio un paso en falso en Boston y cayó del podio. Tras una intervención regresó en julio. La caída evidenció que su salud estaba minada, lo delataba su obesidad, la dificultad para desplazarse y lo rubicundo del semblante. Hubo un retiro forzoso.

Regresó dos años más tarde en un concierto sinfónico y para 2013 la Met lo aplaudió en Così fan tutte de Mozart.

En abril de 2016 la situación de salud fue insostenible, la Met anunció el final del contrato y su designación como Director emérito. Un glorioso final para una carrera única.

Pero todo se derrumbó el 3 de diciembre de 2017, cuando la prensa hizo públicas acusaciones de acoso sexual.

Tras más de 2.500 funciones en 85 títulos diferentes dirigió el Requiem de Verdi en diciembre 2017, un par de días después fue suspendido y fulminantemente despedido el 12 de marzo de 2018.

Levine negó las acusaciones y demandó por incumplimiento de contrato y difamación. La compañía contraatacó por haber afectado su reputación. Hubo un arreglo cuyos términos se desconocen.

Salvo un par de excepciones todos le dieron la espalda. Jimmy efectivamente había abusado y acosado sexualmente a artistas vulnerables en los inicios de sus carreras. Los acosos no ocurrieron exclusivamente en las bambalinas de la Met, se reveló que en Londres estuvo detenido por acercamiento indebido a hombres en baños públicos y que de emergencia se hizo un arreglo para que abandonara inmediatamente el país. En el Festival de Verbier en Francia, músicos varones, muy jóvenes, declararon que les pidió que fueran a su habitación y los hizo sentir muy incómodos. El violonchelista Lynn Harrell en su momento lo denunció y fue despedido del Met.

Cuando las llamas del escándalo no se habían sofocado y se confundían con las del escándalo de su tenor favorito, Plácido Domingo, acusado también de acoso, James Levine murió el pasado 9 de marzo.

Su muerte fue manejada con discreción. Se hizo pública apenas la semana pasada.

Es obvio que su trayectoria quedó mancillada. Por ahora. Difícil un juicio definitivo. Por turbulenta que haya sido su vida, ese Anillo del Nibelungo, en audio y en vídeo está ahí. También las grandes noches, como esa La bohème de Puccini con Carreras, Stratas y Scotto. Ernani de Verdi, Idomeneo de Mozart, o los históricos Elíxir de amor y La hija del regimiento de Donizetti, todos con Pavarotti. O La italiana en Argel de Rossini con Marylin Horne.

Porque no todo en Levine fue industria musical. Negarlo sería una necedad.