Trabajo de miseria | El Nuevo Siglo
Domingo, 24 de Marzo de 2019

Cada mañana Juan, después de tomar una humeante taza de café, abandona su humilde rancho para ir a trabajar la tierra. Y así, entre la bruma del amanecer, el olor dulce de sus cafetales, el canto alegre de los pájaros y la aparición y puesta del astro rey, han transcurrido sus últimos 50 años de vida.

Aunque lo suyo no es el deporte, es un aguerrido escalador que desafía las abruptas montañas de los Andes. Si viviera en  los Alpes Europeos le llamarían alpinista. Pero como vive en Colombia, no le llaman andinista o montañista tan siquiera. Simplemente le dicen recolector de café.

Desafiando la gravedad, amarra  con un lazo su liviana humanidad en el tronco del árbol que cosecha, y terciado a su cintura, va colgado el canasto en el que, uno a uno, irá depositando los granos de miseria y gloria con que se conoce al mejor café del mundo.

Otros países lo producen de manera tecnificada, con grandes plantaciones cultivadas en terrenos planos y mecanizada la recolección de la cosecha. En el nuestro se siembra en las hondonadas  y precipicios que le dan su sabor y aroma, y su colecta es la actividad manual de verdaderos artesanos.

Juan es  apenas uno de ellos, y quizás de los más testarudos, que porfía en su tarea a pesar de la pobreza que le genera. Su hijo Antonio, aprendió desde muy temprana edad el oficio del padre. Le acompañó  en sus duras faenas y muchas veces viajó al pueblo con Él, para llevar a lomo de su fiel y abnegada mula, el producto de su tenaz esfuerzo.

Frustrados, una y otra vez, regresaron cabizbajos  siempre a su parcela, al ver que lo recibido no compensaba siquiera lo invertido.

A los 20 años de edad, Antonio dejó atrás el rancho paterno, cruzó la cordillera.  Llegó  a tierras lejanas, abandonadas de la mano de Dios y del Estado, y comenzó una nueva labor en el campo, esta vez como raspachin de coca. ¡Y vaya que le ha ido bien! En poco tiempo ha conseguido más que lo que su padre en una vida entera.

¿Por qué maldita razón a quienes trabajan en los cultivos de la legalidad les pagan una miseria, y a los de la ilegalidad  una fortuna?

¿Por qué quien labora honradamente la tierra se empobrece, y quien lo hace al margen de la ley se enriquece?

Para ello no tiene respuestas. El sólo sabe que, a miles de kilómetros de distancia, en un país que no conoce, existe algo a lo que llaman bolsa de valores. Y que en ese lugar le definen el precio a su café.

Se sorprende de ver en la televisión cómo, en un recinto lleno de pantallas, cual manicomio de gente corriendo de un lado para otro,  un hombre con un martillo de madera en la mano, determina que  por una libra del grano se paga un mínimo de 5 dólares, pero a él, sólo le pagan 0,90 centavos.  ¿Quién diablos se está quedando con la ganancia de su trabajo?

Resulta difícil explicarle que el consumidor final de ese país paga bien, pero que los intermediarios del café ganan como si vendieran coca.

¿No será  ya la hora de decirle a los gobernantes de los Estados Unidos que la guerra contra las drogas será una lucha perdida mientras el fruto del esfuerzo de nuestros campesinos siga quedando en los bolsillos de unos opulentos e insensibles especuladores?

¿Dónde estará la diplomacia gubernamental para hacer la sentida denuncia?

¿Será que legalizando se quiebra el maldito negocio de la droga? El problema  al menos dejaría de ser nuestro. Será de los países consumidores, entre otros, de aquellos que pagan miseria por nuestro café.

Juan Valdés, que así se apellida, tiene  si acaso cinco o diez años de vida, para seguir siendo el romántico campesino cafetero.

Su hijo Antonio tiene toda una vida por delante para continuar viviendo entre cultivos ilícitos y bandas de narcotraficantes.

Eso si antes no cae preso en una fría celda en los Estados Unidos, donde cada mañana le suministren una taza de café que le recuerde a su amado padre y a su desgraciada tierra.